
La civilización esconde la barbarie. Eso es lo que tienen en común el director británico Ben Wheatly -autor de Kill List (2011)- y el escritor de ciencia ficción J.G. Ballard -Crash (1973)-. En Turistas (2012) el cineasta mostraba cómo una pareja, ahogada por las reglas de una sociedad que nos convierte en seres insatisfechos, se dejaba llevar por impulsos primitivos convirtiéndose en asesinos en serie. Las primeras novelas del autor de El imperio del sol (1984) se caracterizan por mostrar distopías en las que el ser humano retrocede a un estado precivilizado para sobrevivir. Ahí están las post-apocalípticas El mundo sumergido (1962) y La sequía (1964). En La isla de cemento (1974) ni siquiera hace falta el fin del mundo: el protagonista se convierte en un Robinson Crusoe al quedarse atrapado debajo de una autopista. Ballard siente también predilección por la imagen de la civilización en ruinas, como en las anteriores, en Hola, América (1981) y en esta High-Rise (1975), en castellano, Rascacielos. Aquí, un moderno edificio promete a sus habitantes una vida autosuficiente en la que no haría falta salir más que para ir a trabajar, pero que acaba convirtiéndose en una microsociedad con sus tensiones exacerbadas, que acaba escenificando el caos de la lucha de clases. Resulta curioso que el mismo año que Ballard publicaba esta novela, el director David Cronenberg estrenaba una película con muchos puntos en común, Vinieron de dentro de... (1975) idénticamente situada en un edificio ultramoderno. Recordemos que el canadiense adaptaría luego Crash (1996) evidenciado la afinidad entre ambos autores.
El director, además, hace demasiado diáfana la lectura política de su propuesta: los habitantes de los pisos superiores se disfrazan de cortesanos; el líder de los pisos inferiores, Richard Wilder (Luke Evans), tiene una foto del Che Guevara en su piso; el discurso de Margaret Tatcher sobre el capitalismo que escuchamos al final y esa burbuja de jabón que estalla en el aire. Todo esto me recuerda las palabras del filósofo SlavojZizek, quehabla sobre “las huelgas de la privilegiada «burguesía asalariada» impulsada por el miedo a perder susprivilegios”. Y es verdad que en el rascacielos de High-Rise no hay verdaderos pobres. No hay obreros. Quizás, por eso, los enfrentamientos entre la clase media y los asquerosamente ricos acaba pareciendo un juego, peligroso, pero con un punto de entusiasmo vitalista. Mucho más acuciada es la diferencia entre marginados y ricos en la horizontal Snowpiercer (Bong Joon-Ho, 2013). En todo caso, me gusta más la pintura de guerra con la que se adorna la cara el protagonista, Robert Laing (Tom Hiddleston), que hace pensar en el Pierrot, el loco (1965) de un Jean-Luc Godard que no estaba muy lejos de sus "años Mao".

