En el reciente juicio de la hispano-mexicana Estíbaliz Carranza, de 34 años, que mató y troceó a su marido y después a su novio, y los escondió en unos congeladores de su heladería en Viena, la psiquiatra forense Adelheid Kastner explicó que su conducta podía deberse a que es "hija del pecado", porque sus progenitores eran primos.
En tiempos de laicismo parece anacrónico hablar del pecado para explicar una posible patología psiquiátrica, pero todas las ramas del cristianismo han adoptado unas normas más cercanas al raciocinio que a la fe, y por eso prohíben los matrimonios consanguíneos.
La Iglesia católica exige una dispensa para casar primos, autorización que concedió demasiadas veces a la realeza europea, de manera que los Austrias españoles se extinguieron con Carlos II el Hechizado, un ser enfermizo, caprichoso y fanático religioso, de mandíbula más prognática que sus ya prognáticos antepasados.
Los Borbón también venían de familias cercanas, y es una fortuna para Leonor, la Infanta heredera, portar una genética impoluta que, por su madre, plebeya asturiana, lo más cerca que podría estar de algún rey es de Don Pelayo, fallecido hace 1.275 años.
Los matrimonios consanguíneos se dan, al contrario, en el mundo musulmán, porque el Corán recomienda las relaciones endogámicas en lugar de la sana exogamia.
Así aparecen demasiadas anomalías, y personalidades y conductas chocantes. Hay suras pro-consanguinidad, como las 4:1, 25:54, y 33:6.
La 8:75, recomienda: “Según la Escritura de Alá, los unidos por lazos de consanguinidad están más cerca unos de otros”.
Esta semana en Kunduz, Afganistán, dos hombres degollaron a una niña de 15 años por rechazar el matrimonio con uno de ellos, su primo.
Negativa excepcional, porque matrimonios así son la norma santificada en ese cosmos religioso.
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SALAS