Hijo mío: que no te vuelva a ver con un libro. Coge ahora mismo la pelota y venga, a darle patadas, que te quiero ver entrenando mañana y tarde. Tu padre ha visto la luz: queremos que seas futbolista. Profesional, por supuesto, llamado a la selección nacional, y campeón de Europa y del Mundo. Tras dos días meditando sobre cuáles son las “lecciones” que, según nuestros gobernantes y buena parte de la prensa y tertulianos, deberíamos aprender de la victoria de la selección española, tu padre ya lo ha entendido: debes conseguir triunfar como futbolista. No me mires así, hijo. ¿No es esa la lección que tenemos que aprender del éxito de ‘La Roja’: aspirar a que nuestros hijos ganen un día la Eurocopa? Porque otra lección, la verdad, no se me ocurre. Salvo regalarte un balón, apuntarte al equipo del barrio y rezar porque algún ojeador de un club grande se fije en ti, no veo por ningún lado cuál es el “modélico ejemplo a seguir”, ni cómo el “espíritu ganador” nos impulsará para salir de la crisis, ni dónde está “el mejor espejo en el que mirarse”, ni cuáles son esos “valores que debemos recuperar”, ni en qué sentido la victoria en Kiev es la prueba de que “con trabajo todo se consigue”, o de que “juntos podemos con todo”, entre otras pomposas expresiones oídas y leídas desde el domingo. Es cierto, hijo: a mí no me motiva demasiado el fútbol, y tal vez por eso no aprecio todos esos valores y lecciones que otros ven en la histórica victoria. Pero no te confundas: tu padre no es ningún resentido, ni me molesta la felicidad de los demás, no voy de aguafiestas. Sabes que no me gusta el fútbol pero disfruto con el baloncesto o el ciclismo, y en casa siempre vamos con los paisanos baloncestistas y ciclistas, así que tampoco soy un mal español. Pero no se me ocurre nunca pensar que Gasol o Contador sean un ejemplo, un espejo donde mirarme, una guía de comportamiento para superar la crisis, los mejores embajadores de mi país, los salvadores del honor colectivo, los portadores de valores ni la prueba de que con trabajo y humildad se consigue todo. Me basta con que me entretengan un par de horas en las tardes de verano, que ya es mucho.Con todo, admito que tal vez el problema es mío, que no veo lo que otros dicen ver, por esa incapacidad mía para apreciar el fútbol. De ahí que donde la mayoría asegura que reconoce a unos chavales simpáticos, generosos, humildes, solidarios (doy por hecho que al final donarán la prima, no serán tan tontos para perder el aura de héroes por una calderilla), jugadores que anteponen lo colectivo a la individualidad, con espíritu de equipo y sentido del honor, yo en cambio tiendo a ver a una elite de jóvenes millonarios llenos de privilegios, intocables, que disfrutan de beneficios fiscales, que se dan caprichos en forma de cochazos, cuya lealtad a una camiseta y una afición siempre tiene precio, capaces de dar patadas al rival y de simular una caída para ganar, y que muestran una mezcla de indiferencia e ignorancia hacia la terrible situación que vive el país (basta ver las entrevistas y cuestionarios a los jugadores que estos días publicaba la prensa).¿Que entre ellos los hay solidarios, generosos, humildes, esforzados? Pues claro, no digo que no, pero lo que queremos de ellos es que ganen partidos y den espectáculo, que nos entretengan y nos den alguna alegría en estos tiempos desgraciados. Y para ello no creo que sea necesario el retrato beatífico, épico y almibarado con que estos días adornamos a unos deportistas que no andan precisamente faltos de reconocimiento social; un cargar las tintas en su bondad humana que a mí me los acaba haciendo especialmente antipáticos. Tan faltos andamos de modelos de comportamiento que en algún momento dejó de ser suficiente con que los deportistas ganasen trofeos; además debían ser buenas personas, solidarios y sensibles, participar en partidos benéficos, ser amigos de sus amigos, yernos ideales, novios de película, y ahora también psicólogos al rescate de la autoestima nacional, proveedores de soluciones políticas y económicas, y guía espiritual para momentos difíciles. “¡Estos sí nos representan!”, repetía eufórico un periodista chillón días atrás, echando mano al grito más popular de los indignados, el “no nos representan”. Así nos va: ni los políticos, ni los sindicatos, ni el rey, ni los grandes medios de comunicación, ni los banqueros, ni los jueces, todos con el prestigio hundido. Los que “sí nos representan” son una veintena de futbolistas que con sus goles nos enseñan cuál es el camino para superar nuestros problemas económicos, sociales, democráticos, nacionales y de autoestima. Por eso he comprendido la lección: hijo mío, hazte futbolista. Sí, ya sé que no es fácil llegar tan lejos, que sólo lo consigue una mínima parte de quienes empiezan a dar patadas a un balón. Pero tampoco tendrás mucho más futuro si decides ser científico, profesor, médico o trabajador de los servicios públicos, ni por supuesto minero o forestal, todos esos españoles sin mérito que no sólo no tienen futuro garantizado ni reconocimiento social ni dinero, sino que tampoco nos representan ni saben darnos cada dos años una alegría, una lección, un ejemplo y un espejo donde mirarnos para vernos tan guapos como en el reflejo de nuestros héroes del balón. A por ellos, hijo, oeee.