Hay novelas que se supone que son tan buenas que cuesta realizar una aproximación a ellas sin que a uno se le pase por la cabeza un “¿y si no me gusta tanto?”. Escogiendo ejemplos dispares y no relacionados: La Odiseame deleitó con locura, pero El guardián entre el centeno, reconociendo su mérito, me dejó frío. El libro de la selva es maravilloso, pero La montaña mágica, aún disfrutando enormemente de alguno de sus pasajes, se me hizo pesado. Es el problema, ya no de las altas, sino de las altísimas expectativas. Pues bien: Hijos de la Medianoche de Salman Rushdie tiene la etiqueta de una de las mejores novelas del siglo XX. Yo no sé si merece tan extrema calificación, pero desde luego la cuento entre las mejores que he leído en mi vida; eso si puedo decirlo.
Ya desde su rutilante primera página, Rushdie hace gala de un casi ilimitado elenco de habilidades literarias, porque que quede claro: estamos ante un escritor monumental, que domina la palabra escrita con maestría; sus textos son dignos de pararse a releer y embelesarse con ellos y la forma en que construye metáforas –la propia novela lo es-, deja pasmado. No obstante, por grandilocuentes que suenen mis palabras, no quiero causar una impresión equivocada. Hijos de la Medianoche es un libro técnicamente impresionante, alambicado y con muchas capas por encima y por debajo de la que estemos leyendo en cada momento, pero también sorprendentemente asequible, lo que lo hace más meritorio, si esto es posible.
La novela ha sido con frecuencia comparada con Cien años de soledad y su estilo encuadrado dentro del realismo mágico. Quizá algunos puristas afirmen que este género es solo cosa de Gabo y compañía, pero el hecho es que el británico nacido en Bombay (como Kipling) dota a su novela de algunos elementos siempre asociados al realismo mágico, como la frecuente metanarración, la continua presencia de elementos fantásticos poco o nada explicados pero tratados con naturalidad, con el realismo que indica su propio nombre, o la ruptura de los tiempos que aquí es llevada con habilidad malabarística hasta su máxima expresión. Es decir, aunque la narración sea a priori lineal, una autobiografía y por tanto en primera persona, se nos anticipan acontecimientos continuamente en la voz del narrador indicando futuros éxitos, desastres y todo tipo de clímax, sin que ello conlleve en absoluto desvelar los numerosos hitos del brillante argumento, de igual manera que ecos de sucesos ya ocurridos vuelven a nosotros con frecuencia, con buenas dosis de humor inteligente, mencionado sea. Así, a posteriori resulta difícil considerar esta historia con la linealidad de un camino, sino más bien como un paseo por el bosque en el que en cada momento oímos tanto los ecos de gritos de sorpresa emitidos en las partes que ya hemos recorrido como los de las que nos quedan por andar, por lo que sabremos que poco más adelante alzaremos la voz, pero resultará difícil imaginar el porqué.
En cuanto a la historia, será la de Saleem Sinai, nacido en el mismo instante de medianoche en el que la India dejaba de ser una colonia británica para convertirse en un país independiente (agosto de 1947). Pero para conocerla, daremos un salto hacia atrás, y comenzando desde su abuelo conoceremos –a lo largo de tres partes- a toda su familia, un numeroso elenco de personajes peculiares, magistralmente dibujados y rodeados por no menos singulares circunstancias que, en forma de símil o más explícitamente, se repetirán durante toda la narración de forma más o menos sorpresiva, creando una complicada y consistente intrahistoria propia.
Una vez conocida su familia, llegaremos al momento del nacimiento de Saleem, desde el que su futuro quedará ligado al futuro de la India, muchas veces mediante la metáfora, otras por su intervención directa convirtiéndose en protagonista involuntario o no, y en otras ocasiones por las dos vías.
Así descubriremos en Hijos de la Medianoche cierta vocación histórica, conociendo el colonialismo británico y los conflictos sociales, económicos o religiosos hindúes-árabes y hasta lingüisticos de unas India y Pakistán en pañales, amén de algunos de los acontecimientos más importantes de los primeros tres cuartos del siglo XX en la zona, desde el fin del colonialismo hasta el régimen de hierro de Indira Gandhi (que no sale muy bien parada) pasando por los conflictos bélicos indio-pakistaníes y del nacimiento de Bangladesh, mas nunca a modo de ensayo o de aburrida crónica, sino como escenario de fondo de la familia y amigos de Saleem. Y es que, además de la familia, los amigos y antagonistas cobran gran importancia en la historia, especialmente el resto de la Conferencia de los Hijos de la Medianoche, esto es, los niños que nacieron en el mismo momento que él y que, cada uno de singular (y especial) manera, comparte su destino y el de su país.
Así, podemos entender la obra de Rushdie como la autobiografía de Saleem con vocación de historia familiar, como una historia familiar con vocación de Historia de una época y sociedad, o como un buen puñado de pequeñas historias unidas por la magia y la habilidad de un escritor iluminado. Que por cierto, el entusiasmo no es solo mío: la novela ganó el prestigioso premio booker en 1981. En el 25º aniversario del mismo, fue elegida como la mejor de entre todas las ganadoras previas, como así lo hizo en el 40º aniversario. Ahí es nada. Otra cuestión sería el saber por qué no es una de las obras de cabecera de los amantes del fantástico, pues componentes tiene de sobra, pero esto sería lo mismo que meterse en la vieja cuestión de las fronteras entre literatura de género y la slipstream. Y es que los habituales del fantástico o la ciencia ficción deberíamos disfrutar tanto de Rushdie, Saramago, Roth o Mitchell como los de literatura “en general” a Sapkowski, Lem, Rothfuss o Heinlein, por citar más allá de Tolkien o Asimov. Pero en fin ese es otro debate.
Por cierto, para quien se lo pregunte, esta obra es unos años anterior a la célebre Versos satánicos, por la que siempre pesará una fatwa sobre Salman Rushdie, que tantos disgustos (y algunas muertes) han acarreado sobre su entorno. Mientras, él hace lo que mejor sabe: seguir escribiendo.
Por último, unas citas que he anotado de la novela:
“De hecho, por toda la nueva India, ese sueño que todos compartíamos, estaban naciendo niños que sólo parcialmente eran hijos de sus padres, los hijos de la medianoche eran también hijos de su tiempo: engendrados, ¿comprendéis?, por la Historia. Puede ocurrir. Especialmente en un país que es por sí mismo una especie de sueño.”
“Los niños reciben comida alojamiento dinero de bolsillo largas vacaciones y amor, todo aparentemente gratuito gratis, y la mayoría de ellos, los muy tontos, creen que es una especie de compensación por haberlos hecho nacer. “¡No tengo hilos!”, cantan; pero yo, Pinocho, veía los hilos. Los padres obran impulsados por el ánimo de lucro… ni más ni menos. A cambio de sus atenciones esperaban de mí el mismo dividendo de la grandeza.”
“La realidad es una cuestión de perspectiva, cuanto más se aleja uno del pasado, tanto más concreto y plausible parece… pero, a medida que uno se acerca al presente, parece, inevitablemente, cada vez más increíble. Imaginaos que estáis en un gran cine, sentados al principio en la última fila, y que os vais acercando gradualmente, fila a fila, hasta quedar con la nariz casi metida en la pantalla. Gradualmente, los rostros de las estrellas se descomponen en un grano que baila; los detalles diminutos cobran proporciones grotescas; la ilusión se desvanece… o, mejor, resulta evidente que la ilusión misma es realidad.”
“en la autobiografía, como en toda literatura, lo que ocurrió realmente es menos importante que lo que el autor consigue persuadir a su público de que crea…”