En las clínicas de Londres recuerdan con añoranza las caravanas de solteras españolas que iban a abortar en el trardofranquismo casi siempre sometidas a la “violencia de género” de sus padres, que querían evitar tener un “hijo de soltera” en la familia.
Aún queda algo de esa vergüenza atávica, sentimiento al que se han unido otros miedos, como el de perder el trabajo, porque durante dos-tres años una embarazada y después madre lactante es poco productiva para una empresa.
En 2011 en España hubo 480.000 nacimientos, pero el saldo vegetativo, diferencia entre el número de nacimientos y defunciones, fue de 109.445 solamente.
Pero a la vez hubo 113.000 abortos, que son 3.555 más que ese balance positivo de nacidos sobre fallecidos.
Los españoles van hacia la extinción demográfica con gran beneficio para las clínicas abortistas. El único negocio sanitario privado al que no ataca la izquierda: algunas de sus militantes más notables son copropietarias de centros famosos.
Para muchas mujeres es difícil enfrentarse ahora a tener un hijo. Porque el sueldo no da para alimentarlo y educarlo adecuadamente, por miedo al futuro o porque se pierde el trabajo con el embarazo.
Sin discutir el derecho o la moralidad del aborto, ese acto quirúrgico está pagado por la Seguridad Social para quien lo desee como cualquier tratamiento para curar a un enfermo o traer un niño al mundo.
Y se subvenciona porque el dinero público “no es de nadie”, como decía una ministra socialista de Zapatero. Pero sí tiene dueño: usted.
Es su dinero el que paga operaciones que son consecuencia de una relación sexual que sólo tiene dos objetivos: la procreación y/o el placer.
Y si no hay procreación para mantener la especie, ni usted ni nadie tiene por qué pagarle sus placeres sexuales a nadie.
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Al margen: la violencia feminista contra una trabajadora embarazada.
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SALAS