Revista Cultura y Ocio

Hipoacusia, no es un hipido que se escucha

Por Jesús Marcial Grande Gutiérrez
Puedo intentar contar de nuevo lo que me pasa. Puedo explicarlo una vez más. Quizás alguno lo comprenda, por fin. Padezco una enfermedad invisible, una deficiencia imperceptible. Puedo instruiros: la hipoacusia no es un hipido que se escucha, es una minusvalía trascendente; tanto que, hace algunos miles de años significaría mi muerte segura, hace  unas centenas la exclusión social y actualmente un grave handicat para la comunicación  y la actividad profesional. No entraré en muchos detalles: en la prehistoria perecería pronto bajo los dientes de algún felino sigiloso, en la Edad Media me excluirían de cualquier herencia que me pudiera corresponderme y sería considerado persona incompleta y hoy en día soy etiquetado como "tonto" o "distraído" en muchas ocasiones. También puedo informaros de los "tinnitus" o "acúfenos" que padezco. Podría probar describir este sonido perenne y agotador mediante onomatopeyas: chirrido, silbido, chisporroteo... Quizás os hagáis idea de lo perturbador que resulta si os digo que te priva del sueño, te hace pensar en el suicidio o que se utiliza como método de tortura... 

Se me ocurre contaros muchas cosas interesantes sobre la manera de defenderse de los sordos ante la ausencia de este sentido maravilloso que les fue negado: Cómo inventaron un lenguaje alternativo con signos manuales, cómo han desarrollado habilidades visuales impresionantes, cómo han buscado desde la antigüedad lugares que atenúen o ensombrezcan sus tinnitus... pero hoy voy a hablaros del sufrimiento de dos  personajes célebres, genios en su campo, que se enfrentaron en su vida adulta (como yo) a esta enfermedad. Sus testimonios son desgarradores. 


Uno de ellos, pintor genial, se llamaba Francisco de Goya y Lucientes. 
Hipoacusia, no es un hipido que se escucha

Hacia los 45 años, Goya es pintor de exito. A finales de octubre de 1792, Goya enferma. Dos meses en la cama, con dolores de cólico, son más que sufi­cientes para un hombre que no está muy dispuesto a sufrir. Pide permiso al rey para viajar hasta Andalucía, y el traslado, en lugar de mejorarle, le remata. Él no lo supo nunca, pero algunos suponen que se trataba de una intoxicación provocada por las pinturas, calentadas por las velas, que el artista colocaba sobre su sombrero para ver mejor cuando se quedaba hasta las tantas trabajando en el taller.  En noviembre de 1792 su enfermedad se agrava en Sevilla con un complejo cuadro clínico: sufre de acúfenos (autoescucha de ruidos y pitidos en los oídos), vértigos, disminución de la capacidad auditiva y confusión mental, con delirios y alucinaciones. Tal es la gravedad del cuadro que adelgaza considerablemente y entra en una profunda depresión.
En casa de su amigo Sebastián Martínez, al que ya ha retratado, mejora lentamente y se entretiene deambulando en­tre cuadros de su colección. La enfermedad va pasando, pero Goya está débil y, sobre todo, empieza a perder oído. En 1794, quienes le conocen advierten sus dificultades para desenvolverse y su creciente incomunicación. Ramón de Posada, en una carta fechada el 26 de noviembre de 1794, es tajante: “Le hallé del todo sordo, de manera que fue necesario hablarle por escrito“
La sordera de Goya era tan profunda que le obligó a renunciar a su puesto de director de pintura en la Academia de San Fernando. Se llegó a decir de él que:

"Se asusta con facilidad por el modo en que la gente irrumpe en su campo visual como caída del cielo, por el modo en que corre a su alrededor en silencioso torrente, murmura y ríe, se le acerca subrepticiamente, por detrás, y él siente su aliento en la nuca. Todos parecen burlarse de su vulnerabilidad, excepto los que son vulnerables: los lisiados, los viejos seniles, y los locos, que lo reconocen y aceptan de inmediato como uno de ellos."
La Academia aceptó su renuncia pues "la sordera tan profunda que, absolutamente, no oye nada, ni aún los mayores ruidos, desgracia que priva a los discípulos de poderle preguntar en su enseñanza". Todo parece indicar que el genio anda camino de malograrse. Ante la imposibilidad de hacer frente a obras importantes, se refugia en pequeños retratos, que son más fáciles de dominar. Goya se encontraba en un estado de aislamiento tal que recurrió al lenguaje de los signos. Se sabe que Goya conoció y manejó el lenguaje de los signos, a través de un grabado realizado en sepia, firmado por el autor como “Goya en Piedrahita/ año de 1812”: donde inicialmente se pensó que era un estudio pictórico sobre las manos, en realidad se ha descubierto que son las letras del alfabeto utilizado por los sordomudos. La sordera de Goya comportó que el regente Godoy, conmovido por la sordera del pintor real, impulsara la creación del primer aula para sordos en España en 1795, y en 1802 se abrió para ellos el primer colegio. Y es curioso que tuviera que ser la lesión de un pintor Real la que motivara este hecho porque el primer alfabeto para sordos lo inventó un español, Juan Pablo Bonet (1573-1632), en 1620.
No obstante su sordera, todo un drama para el artista, esto nos brindó a un Goya más huraño pero también más profundo. Y probablemente al mejor de todos, artísticamente hablando, en el que aparecieron los cuadros más oscuros e impactantes, ¡pero es que esa era la forma de comunicar lo que llevaba dentro! Estas limitaciones le vuelven a uno más intimista y suspicaz. Curiosamente, su pintura permite también demostrar que utilizaba el lenguaje de signos, si observamos las manos en sus obras.
Hay aproximadamente diecinueve diagnósticos sobre la soredera de Goya emitidos. Los más barajados se refieren a una intoxicación por plomo, dados los materiales utilizados para pintar en la época, y una sífilis, a tenor de la tempestuosa vida que llevaba el genio de Fuendetodos. De hecho, esta última afección parece la más probable, dado lo súbito de su sordera. Sin embargo, se ha preferido no darle crédito a por el desprestigio que supondría para el maestro.
La revisión de la obra y la vida del pintor, permite deducir que, éste, no se recuperó nunca de su sordera... La obra del pintor permite afirmar hasta qué punto Goya consolidó el lenguaje signado ya que, en muchos de sus cuadros, los personajes representados trazan con la mano, letras indicativas de su propio nombre, su condición, el año de ejecución, el autor, etc. Aislado del mundo del sonido muere en Burdeos en 1828. Parece que su última frase, que fue relativa a su herencia, la expresó mediante signos.

(Varias fuentes refundidas)
Hipoacusia, no es un hipido que se escuchaEl otro, Ludwig Van Beethoven, fue un músico maravilloso. Precisamente, dada su profesión,  en él la sordera fue especialmente lacerante; una macabra broma de la vida. Recojo aquí algunos párrafos de sus cartas en los que habla de su enfermedad con desolación:
 "... mis oídos continúan zumbando y gimiendo el día y la noche. Debo confesar que llevo una vida miserable. Durante casi dos años he dejado de asistir a mis obligaciones sociales, porque me parece imposible decir a la gente: estoy sordo. Si tuviese otra profesión podría afrontar mi enfermedad, pero en la mía es un inconveniente terrible. Y si mis enemigos, de los cuales tengo buen número, se enterasen del asunto, ¿qué dirían? Para ofrecerle una idea de esta extraña sordera le diré que en el teatro tengo que sentarme muy cerca de la orquesta para comprender lo que el actor dice, y que a cierta distancia no puedo oír las notas altas de los instrumentos o las voces. Con respecto a la voz hablada, es sorprendente que algunas personas jamás hayan advertido mi sordera; pero como siempre fui propenso a los episodios de distracción atribuyen a eso mi dureza de oído. A veces apenas puedo oír a una persona que habla bajo; consigo oír los sonidos, es cierto, pero no puedo distinguir las palabras. Pero si alguien grita, tampoco lo oigo. Sólo Dios sabe en qué me he convertido. Vering me dice que mi oído ciertamente mejorará, aunque es posible que no pueda curarse del todo la sordera. A estas horas a menudo maldigo a Mi Creador y mi existencia. Plutarco me mostró el camino de la resignación. Si ello es posible, desafiaré mi destino, aunque creo que mientras viva aquí habrá momentos en que yo mismo seré la criatura más desgraciada de Dios... ¡La resignación, qué desdichado recurso! Sin embargo, es todo lo que me resta..."

En una carta a su hermano Carl.
"Oh, vosotros los que pensáis o decís que soy malévolo, obstinado o misántropo, cuánto os equivocáis acerca de mí. No conocéis la causa secreta que me lleva a mostraros esa apariencia. Desde la niñez mi corazón y mi alma desbordaron de tiernos sentimientos de buena voluntad y siempre me incliné a realizar grandes cosas. Pero pensad que ya hace seis años que estoy desesperadamente agobiado, agravado por médicos insensatos, de año en año engañado con la esperanza de una mejoría, finalmente obligado a afrontar la perspectiva de una enfermedad perdurable (cuya cura llevará años o quizá será imposible). Aunque nací con un temperamento fiero y altivo, incluso sensible a los entretenimientos sociales, poco a poco me vi obligado al retiro, a la vida en soledad. Si a veces intenté olvidar todo esto con cuánta dureza me devolvió a la situación anterior la experiencia doblemente triste de mi oído defectuoso. Sin embargo, para mí era imposible decir a la gente: «Hablad más alto, gritad, porque estoy sordo.» Ah, cómo podía confesar una dolencia en el único sentido que debía ser más perfecto en mí que en otros, un sentido que otrora yo poseía con suma perfección, una perfección tal que pocos en mi profesión tienen o tuvieron jamás: -Oh, no puedo hacerlo; por consiguiente, perdonadme cuando veis que me retraigo pese a que de buena gana estaría con vosotros. Mi desgracia es doblemente dolorosa para mí porque es muy probable que se me interprete mal; para mí no puede haber alivio con mis semejantes, ni conversaciones refinadas, ni intercambio de ideas. Debo vivir casi solo, como el desterrado; puedo alternar con la sociedad sólo en la medida en que lo exige la verdadera necesidad. Si me acerco a la gente, un intenso terror se apodera de mi ser, y temo verme expuesto al peligro de que se descubra mi condición. Así ha sido los últimos seis meses que pasé en el campo. Al ordenarme que cuide todo lo posible el oído, mi inteligente doctor casi armonizó con mi actual estado de ánimo, aunque a veces yo lo contradigo y cedo a mi deseo de compañía.
Pero qué humillación para mí cuando alguien que está cerca oye a lo lejos una flauta y yo no oigo nada, o alguien oye el canto de un pastor y tampoco aquí oigo nada. Tales incidentes me llevan casi a la desesperación; un poco más de todo eso y acabaría con mi vida -sólo mi arte me ha retenido. Ah, me pareció imposible abandonar el mundo hasta que hubiese expresado todo lo que sentía en mí. Por lo tanto, soporté esta malhadada existencia, -realmente lamentable para un cuerpo tan susceptible que puede verse arrojado a un cambio súbito, de la mejor condición a la peor. -Paciencia, me dicen, y es lo que ahora se ha convertido en mi guía y así lo hice. Abrigo la esperanza de que permanecerá firme mi decisión de soportar hasta que complazca a la Parca inexorable cortar el hilo. Quizá mejoraré, quizá no; estoy dispuesto. -Obligado a convertirme en filósofo cuando tengo veintiocho años; oh, no es fácil y para el artista mucho más difícil..."

Beethoven, es sus escritos,  fracasó en su propósito aparente: ofrecer una explicación coherente y «racional» de su estado de turbación. Durante tres años, quizá más, soportó ataques de angustia severa que frisaban en el pánico; en el Testamento de Heiligenstadt intentó explicar el sufrimiento y la angustia, los cuales según él mismo confiesa lo dejaban solitario, descontento, en un estado de ánimo propenso al suicidio. 

Creía que había hallado la única «causa secreta» de sus tormentos -la sordera- y ofrecía el testamento como ensayo de autojustificación, y pedía que después de su muerte se lo
publicaran, de modo que «el mundo pudiera reconciliarse conmigo», es decir comprendiese por qué se lo creía «malévolo, obstinado y misántropo».
Es verdad que los rasgos del carácter de Beethoven existían mucho antes del comienzo de su sordera. Sus conocidos ya estaban familiarizados con su obstinación y sus actitudes desordenadas en  Bonn; sus tendencias a la misantropía y al retraimiento también fueron evidentes los primeros años; y los protectores, los profesores y los pianistas rivales habían sentido mucho antes la fuerza de su agresividad. Pero la conciencia de los progresos de la sordera tuvo un efecto traumático. Beethoven la consideraba «una venganza, una maldición de su Creador o del Destino». Beethoven dijo en cierta ocasión que su oído era «mi cualidad más noble», y atribuyó a su deterioro que él mismo se refugiase en un aislamiento autoimpuesto. «Si me acerco a la gente», dice el testamento, «un intenso terror se apodera de mi ser, y temo verme expuesto al peligro de que se descubra mi condición.»
Su música llenaba el vacío: «¡Vive solo en tu arte!», escribió en 1816 en una hoja de bocetos. Esto puede explicar en parte su sorprendente observación: «Cuando ejecuto y compongo, mi dolencia... me molesta menos; me afecta más cuando estoy con otros.»
(Citas resumidas de Meynard Solomon)

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