Ahora que el embrollo catalán parece resuelto de aquella manera y el lío español comienza a enmarañarse aún más en Madrid por el reparto de puestos parlamentarios y las negociaciones a múltiples bandas para designar al "macho alfa" gubernamental, es mejor desviar la mirada a lo que sucede en medio del patio en el que ocupamos un rincón para convencernos de que no tenemos remedio. Por mucho que disimulemos, somos así: falsos, hipócritas, ambiciosos, engreídos, mentirosos, fatuos, envidiosos y mediocres. Igual que catalanes y españoles, que son la misma cosa y comparten la misma historia, en Europa nos la cogemos con papel de fumar y, detrás de las grandes palabras con las que representamos la función humanitaria, quedan los miedos, los recelos y las fobias que siempre hemos tenido hacia el “otro”, el distinto, el vecino, el extranjero, el inmigrante.
Mucho predicar solidaridad, pronunciar grandes promesas, prometer recursos sin austeridad, ofrecer ayudas sociales y demás cuentos de cara a la galería, para finalmente demostrar lo que siempre hemos hecho: nada. Muchas reuniones, muchos acuerdos, grandes planes para levantar centros de acogida, determinar cuotas por países y otras zarandajas por el estilo, y resulta que, en realidad, tras la careta de las buenas intenciones, sólo hemos realojado a 272 refugiados durante todo 2015, en nuestro inmaculado solar europeo, de los más de 100.000 aque nos habíamos comprometido. La cristiana España, en la que una ministra –en funciones- se encomienda a la Virgen del Rocío para solucionar problemas de su competencia, sólo ha realojado a 18 asilados de los 17.000 asignados. Todo un hito de la sensibilidad con que recibimos a quienes nos piden socorro y reclaman ayuda por las amenazas que les hacen huir con lo puesto, jugándose la vida.
Evitando por todos los medios ser tachados de xenófobos, cosa nada extraña a tenor de lo expuesto, nos parapetamos en mil excusas para justificar una conducta tan indecorosa como inmoral que no hace más que resaltar el egoísmo y la deshumanización que nos caracterizan. En un principio, España adujo las dificultades para el empleo que ya padecen los nacionales como obstáculo para la acogida de refugiados, a pesar de que la cuota asignada representaba un refugiado por localidad. El ultracatólico ministro del Interior, que no tiene empacho en condecorar imágenes religiosas, advirtió, a su vez, del peligro terrorista que podía entrañar la llegada de tantos inmigrantes, temor compartido extensamente por sus conmilitones europeos. Y aunque, efectivamente, se han producido atentados execrables en Francia, ninguno de los yihadistas que los cometieron eran foráneos, sino fanáticos belgas y franceses tan descerebrados como los que les convencieron de cometer asesinatos y suicidios. No son, pues, los refugiados quienes nos traen o exponen a la amenaza terrorista, sino el abandono de aquellos valores que sirvieron para fundar la Europa de los ciudadanos, los derechos y la libertad.
Al éxodo que proviene de África en busca de alguna oportunidad para escapar de la miseria y el subdesarrollo, se une los que huyen de la guerra incivil que asola desde hace cinco años Siria, donde más de 250.000 personas han muerto y centenares de miles, de cualquier edad, viven en condiciones infrahumanas, víctimas de los bandos enfrentados. Otros conflictos en la región (Irak, Afganistán, etc.) también provocan la avalancha de refugiados que intentan llegar a Europa para salvar la vida y no morir de una bala, una bomba o de inanición. Pero aquí los recibimos con recelos, dudamos de sus costumbres y tememos sus intenciones. Levantamos barreras para estigmatizarlos con nuestros prejuicios y que no crucen nuestras fronteras o regresen por donde han venido. Nos vale cualquier excusa, como las agresiones machistas producidas la pasada Nochevieja en Colonia (Alemania), para endurecer leyes que permitan deportarlos inmediatamente a sus lugares de origen y quitárnoslos de encima. En vez de impartir justicia y hacer respetar los derechos constitucionales, sin importar raza, sexo, creencia religiosa o lengua, aprovechamos la comisión de un delito, como es el acoso o la violencia machista –tan común por otra parte en nuestra propia sociedad- para castigar de manera distinta y extemporánea al inmigrante.
Ante la emergencia social que representan los refugiados, Europa y España responden con cicatería e hipocresía. Ni la dignidad de las personas, ni el respeto de los derechos humanos que les son inherentes nos mueven a tratarlos como lo que son: semejantes a nosotros en todo y, por tanto, merecedores de nuestra solidaridad y ayuda. Cumplir solamente con el 0,5 por ciento de lo comprometido en materia de asilo y realojo es para avergonzarse de ser ciudadano europeo y compartir su egoísmo. Si el precio de nuestro progreso y prosperidad es la deshumanización, estamos abocados a la barbarie y a repetir aquellos errores del pasado que nos llevaron una vez, a nosotros también, ser emigrantes. ¿Ya no nos acordamos?