Un jefe de Estado de la Europa central, en donde los jefes de Estado tienen que temer hoy a cada instante por su vida, y con razón, reveló a su confidente un plan, elaborado por él en cientos de noches de insomnio, que permitiría a ese jefe de Estado, de la noche a la mañana, abandonar a su suerte al Estado que él, como todos los jefes de Estado de la Europa central a los suyos, había llevado de forma consecuente, como es natural, a su completa ruina, llevándose una fortuna tan grande que le aseguraría en un país extranjero, idealmente apropiado para ello, una vida por larga y segura y lujosa que fuera. Tenía la intención de realizar su plan en un plazo brevísimo, dijo, pero era necesario que su confidente guardase completo silencio al respecto. El confidente, que disfrutaba ya desde hacía años de la confianza del jefe de Estado, le prometió al jefe de Estado su silencio, y el jefe de Estado, por su parte, prometió al confidente una fortuna tan grande, que permitiría al confidente, lo mismo que él, el jefe de Estado, después de una fuga con éxito, vivir hasta el fin de sus días sin preocupaciones y realmente de forma lujosa. No habían pasado dos minutos desde que el jefe de Estado y su confidente se habían puesto de acuerdo, cuando el confidente simplificó todo el asunto y, mediante un tiro en la nuca bien disparado, mató al jefe de Estado y se proclamó a sí mismo jefe de Estado. Al instante, liquidó a todos los seguidores de su predecesor y modelo, y convirtió en confidente al que había matado a más seguidores de su predecesor y modelo. Como ahora conocía ya el arquetipo de las historias de Estado, sólo esperó, como es natural, la ocasión más propicia para deshacerse de ese confidente, antes de que él pudiera liquidarlo. Sin embargo, actuó con demasiada lentitud.
Thomas Bernhard, El imitador de voces