Le habrían sólo oído Dios y sus santos, los ángeles, niños a lo mejor como él, y quien sabe si por la voluntad divina, parados en sus cinco años inocentes, aunque en sus alas hubieran soplado ya vendavales de tantos siglos…
Marcelo Brito, Camilo José Cela
Cuando yo conocí a Eulalia, seguía siendo una mujer guapa y vistosa, pero muy lejos de aquella hembra de bandera que los que la conocieron antes cuentan y no paran. Pertenecía a ese tipo de mujeres del sur, que a los dieciséis años, sin haber perdido la lozanía de la casi niñez, tienen ya de mujer lo que otras muchas no consiguen en toda su vida: un cuerpo espectacular y completamente desarrollado, amén de un desparpajo y una cuasi picardía, que no había hombre que se resistiera a mirarla con esa mirada que hace que parezcamos tontos de baba y que en cuanto abrimos la boca, lo demostramos.
Justo con esos dieciséis años recién cumplidos, quiso Dios, por medio de su alter ego, el diablo, que conociera a un caballero legionario que le doblaba la edad. El caballero legionario desplegó todo su plumaje de pavo real, y le pintó un mundo de aventuras en el que ella siempre sería la heroína. Su primera y única aventura fue fugarse de casa y escapar con él; el resto, fueron desventuras.
En cuanto iniciaron la convivencia, se despojó el legionario del título de caballero, guardó en el armario las plumas de pavo real y descolgó el cinturón que se convertiría desde entonces en su modo de decirle cuanto la quería. Enseguida llegaron los dos primeros hijos, con apenas los nueve meses que la naturaleza marca como distancia mínima. Lejos de su familia y con el sentimiento de culpa con que su fuga le cargó, las cartas que enviaba, iban impregnadas de una felicidad inventada por Corín Tellado. La muerte del primogénito en un accidente doméstico justificó ante la familia que acudió al entierro, lo que sin ese fúnebre acontecimiento hubieran sido señales inequívocas de que nada iba bien. El legionario sabía vestirse de caballero en público y ningún signo externo, salvo el dolor de la pérdida fue nadie capaz de percibir. Vinieron dos hijos más, otro niño y otra niña y transcurrieron los años entre momentos de sosiego, pocos y temporadas de ira, las más. La violencia alcanzaba a los pequeños, sobre todo al varón, que debía educarse con los valores militares, entendiera lo que entendiese el legionario por valores.
El legionario, una vez cumplida la edad, se jubiló con el complemento de un destino civil y regresaron a la tierra de Eulalia. Aquí y entonces fue donde y cuando yo la conocí, aunque ya sabía de su existencia, no de sus desventuras. Al estar de nuevo con su familia y tener una vida social, el legionario volvió a vestirse de caballero y a desplegar sus plumas de pavo real, lo que dio una sensación de falsa felicidad a Eulalia y un nuevo hijo, que se convirtió en su asidero vital Cuando volvieron los golpes que nunca se habían ido, sólo dormían, se armó de valor, cogió a sus hijos, los cuatro, y buscó la ayuda de una asociación, que le procuró un hogar y una protección. El hogar consistía en una habitación en el cuarto piso de un edificio propiedad de esa asociación y la protección la que le proporcionaba la propia asociación y la familia que ya estaba al día de su verdadera vida.
Los días fueron pasando y convirtiéndose en meses, siempre con el temor de que algún día, en cualquiera de las salidas que forzosamente había de hacer (sólo las imprescindibles), se encontrara con el legionario y que su pequeño quedara sin madre. Y llegó la navidad, esas fechas en que todo se cubre de un halo de paz y amor con tanta apariencia de realidad, que muy pocos no sucumben.
La noche del veinticuatro, Eulalia se puso su mejor traje, uno sencillo pero elegante, diseñado por ella misma y cortado de un retal de tela que encontró en unos almacenes. Se vistieron también los tres hijos mayores y el pequeño, que apenas tenía cinco años, se quedó durmiendo. La misa del gallo era en el piso de arriba del edificio de la asociación donde vivía, por lo que no tuvo inconveniente en dejarlo durmiendo, sabiendo que enviaría de vez en cuando a cualquiera de los tres hermanos para que le echaran un vistazo.
Recién comenzada la misa, Cristóbal, que así se llamaba el niño, despertó. A través del cristal roto de la ventana, le llegaban los ruidos del piso de arriba y curioso, como niño que era, abrió la ventana para ver a que se debían esos ruidos. El puñetero ángel de la guarda debía estar arriba, en la Misa del Gallo.