Se esconde el sol y revive La Habana. Un guitarrista se pasea por el Malecón y sin cansarse, al menos entona la misma canción de amor una docena de veces. Los románticos fugitivos no entienden de suegras o de prejuicios, se besan sin temor a mostrar su cariño.
Con un sorbo de ron caliente, los amigos, primos, conocidos y desconocidos se sientan a conversar. Cualquier tema es interesante para esa noche y una discusión donde todos tienen la razón puede llegar a ser apasionante. Los almendrones, o coches antiguos, le dan a la ciudad el vistoso estilo republicano de mediados del siglo pasado. Y a veces, cuando más emocionado se está en ese extenso muro maleconero, una ola rompe y nos moja hasta los calcañales.
María se despierta siempre de noche. Se pinta los labios de rojo penetrante y se acomoda el pelo negro rizado como si nada, haciendo una obra de arte el sólo mirarla. Le suena el teléfono pero no contesta, suspira, se sienta en la cama frente al espejo y escribe: “Papi, apúrate que ya comienza La Habana”. Se guarda el celular en la cartera, se pone los tacones más altos que tiene, le lanza un beso a su reflejo y sale a bailar.
Alegre se va, con un cliente nuevo cada día, ¡pero alegre se va! Hasta le dice adiós a la vecina a la que no ve, pero sabe que siempre la mira desde el piso de arriba por las rendijas de la cortina cuando se marcha a medianoche. Su papi enciende el coche, suena cualquier canción de reggaetón cubano y una bola de humo difumina la escena.
¡Ala!- Exclama un español perdido por las calles del centro. ¡Órale! Se asombra un mexicano que camina por Prado. ¡Wow! Dice un chino, de esos que están siempre en todas partes, y con un clic en su cámara toma una foto. Los tres, atontados, desde diferentes ángulos vislumbran el Gran Teatro de La Habana. La arquitectura que heredamos hace suspirar al desconocedor más furtivo del arte de construir. Cada uno sigue su camino, y justo en ese momento, los tres me ven pasar.
Exfoliando el estrés del día, con calma voy destino Capitolio, como quien quiere dejar en la marcha todo lo malo que ha pasado. ¡Ahí está! Apuntalado, sin luces pero espléndido, olvidado y a la vez rey de nuestro cielo. Justo en frente, entre las quebradas columnas de un edificio colonial con su escasa luz nocturna del camino y la cálida brisa salada que llegaba desde el mar, como un torbellino de tolerancia, veo a dos chicos que sin miedo se pueden besar. ¡Y les digo adiós! Ellos se ganaron su propio derecho a la libertad.
Brinco un charco y sin suerte me mojo los zapatos; así que, dándole poca importancia, me los quito y descalzo llego a la casa donde me esperan mis amigos con una sonrisa como diciendo: “¿otra vez?”. Subimos las escaleras oscuras y tenebrosas de ese lugar; soy incapaz de ver el próximo peldaño, pero sé que está ahí. Llegamos arriba, al último piso donde me encuentro con Yunior, Yusbeisys y Yeilín. ¿Habrá alguien de nuestra edad con un nombre normal? “Bienvenidos a la nueva terraza <Habana Moon>” dice un cartel escrito con acuarela azul poco visible mientras ese inconfundible olor a café llega de algún lugar cercano a la cocina.
Salimos a la terraza donde se ve la tenue ciudad y todavía se respira ese olor a lluvia de la tarde. Reímos, conversamos muchísimo bajo la luz de la luna; no hay tema de conversación que se quede fuera en una de estas noches; hasta lloramos cuando Yunior nos cuenta que se marcha de Cuba para siempre. No puedo evitar sentirme triste cuando un buen amigo la noche antes de su viaje me cuenta que se va para siempre del país; que abandona su casa, sus amigos con los que creció y que deja detrás gran parte de él. Le abrazo y le llamo hermano, porque si pienso en un hermano pienso en él.
Después de siete tragos de un aguardiente que no sé de dónde vino, justo en el momento en que las penas se convierten en regocijo, bajamos todos al Malecón. Allí el tiempo pasa más lento porque es más intenso. Veo al español, al mexicano y al chino caminar por delante de mí al mismo tiempo que el guitarrista iluso y novelesco canturrea “eternamente Yolanda”. Miles de historias, cientos de miles de ilusiones y unas pocas verdades acaban ahí. Al amanecer todo volverá a la normalidad y una misma nueva vida ha de venir. Sin preocuparnos celebramos nuestras penas y lloramos nuestras alegrías, y cuando me doy cuenta que aún sigo descalzo se me acerca y me besa María.