Revista Salud y Bienestar
La rueda de un vagón le destrozó el pie derecho. La galería estaba oscura y el grito se extendió por los túneles como una riada. Tardaron treinta minutos en llegar al hospital. No pudieron hacer otra cosa que amputar el pie y dejar que los tejidos cicatrizaran por su cuenta. Una infección le mantuvo ingresado durante dos meses. Pisó la calle el mismo día que el invierno. Con ayuda de un bastón caminó hasta el centro de la ciudad. Pensó que, a pesar de todo, había tenido suerte. Ya no tendría que poner excusas para no bailar. Entró en una agencia de viajes y compró un billete de avión a Bucarest. Tenía tantas ganas de volver que lo hubiera hecho andando; pero ahora le llevaría demasiado tiempo. Recogió la ropa y la metió en la maleta. Se abrazó con los vecinos. Lloró en el autobús que le llevaba al aeropuerto. Cuando despegó el avión, cerró los ojos y pensó, antes de dormirse, que un pie era un precio demasiado alto. Cuatro horas después aterrizó en el aeropuerto de Otopeni. Había decidido no volver a marcharse jamás.