No puedo recordar con exactitud el que sin duda ha venido con los años a revelarse como uno de los momentos más importantes de mi vida: el instante en que aprendí a leer. Ese punto de inflexión en el que tu cerebro comienza a convertir grafías en imágenes, sueños en historias e historias en sueños.
Sé, sin embargo, que mi madre supo mucho antes que yo que su hija compraría su primer piso valorando el número de habitaciones para montar una biblioteca; igual que otros ponderan tener un cuarto de juegos, un gimnasio o una salita para invitados. Los hechos sucedieron en torno a 1990, cuando yo contaba con tres o cuatro años de edad. Todavía hoy me recuerda, no sin ciertas notas de rencor velado en su voz, cómo acudí una mañana al cole llevando entre mis manos el que por entonces era el juguete deseado por todos los infantes y volví portando una sonrisa radiante, pero sin rastro del anhelado pony. En su lugar, apretaba contra mi pecho, como si de un valiosísimo tesoro se tratara, un viejo, ajado y casi desahuciado libro. Con toda seguridad, no fui consciente en aquel momento de que acababa de culminar mi primer trueque de discutible éxito económico, pero sin duda fui exponente empírico de la teoría subjetiva del valor.
Como sucede con cualquier sustancia adictiva, si bien con el paso de los años las técnicas para hacerme acopio del objeto de mi deseo fueron perfeccionándose, la imperiosa necesidad narcótica no fue aplacándose, sino más bien lo contrario. Ciertamente, ha habido épocas en las que el propio empuje de la vida se ha encargado de calmar la adicción, como cuando nacieron mis hijos o cuando me preparé las oposiciones. Sin embargo, es muy difícil que uno consiga "mantenerse limpio" de esto durante mucho tiempo, y aquellas eventualidades que parecían que me alejarían de los libros, al final resultaron programas fallidos de "desintoxicación".
Los datos del último informe de lectura publicado en nuestro país indican que la pandemia por coronavirus ha tenido, en este sentido, un efecto positivo: este "vicio" ganó adeptos con ocasión del confinamiento y en la actualidad algo más de la mitad de la población española afirma leer libros de forma habitual. Sin embargo, las cifras todavía no son las deseables. En esta sociedad de la inmediatez, del "like" irreflexivo y de la venta de la felicidad por gramos a través de selfies impostados, entregarse a los brazos de Morfeo con un libro entre las manos, para muchos se tercia improductivo.
Y es que, en una sociedad que gira en torno a las "amistades" que tenemos en Facebook, los lugares que visitamos y solo vemos a través del obturador de la cámara del móvil y el último escándalo de la socialité; el que no ha tenido la suerte de engancharse a este opiáceo hecho de papel y sueños, desconoce que en la soledad del lector se descubren las mejores compañías; que en la quietud de un sofá se viaja a través del tiempo y del espacio; y que las páginas de un buen libro son capaces de amortiguar los ruidos más ensordecedores del mundo.
Son las 11 de la noche y lo mío no es escribir. Ha llegado el momento de dejar el lápiz y llevarme a la cama a ese buen amante que no te deja dormir: el libro. Ya lo dijo Jorge Luis Borges: "Uno no es lo que es por lo que escribe, sino por lo que ha leído". Sigamos alimentando la adicción...