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Antes de caer muerto sobre la mesa del comedor, el viejo Arnold se pregunta cómo pudo ser su vida si no hubiera encontrado a esa niña en el parque hace más de cuarenta años.
Quizá no estaría ahora en medio del bosque, presenciando su última cena junto al cadáver de su esposa, que lo mira fijamente en una silla frente a la de Arnold.
-¿Puedes creerlo, Mona? Mi corazón se está apagando. Deberías estar feliz, vieja cascarrabias. Sé que siempre oraste por mi muerte. Pues aquí la tienes.
Desde su silla observa con petulancia los rincones de su casa. A la izquierda está la cocina con hedor a pies. En el centro, el comedor oscuro. A la derecha, un dormitorio terrorífico. Todo en medio del bosque. Gran libertad. Insolente soledad.
Lo recuerda bien, vaya que lo recuerda bien. Sólo tenía 22 años. A esa edad las cosas no se olvidan. Recuerda hasta el color del vestido de la pequeña Sofía. Recuerda la hora. Recuerda el lugar. Recuerda la expresión de horror de la niña. Lo único que no recuerda es por qué lo hizo…
Ahora está temblando y escupiendo sangre. Su corazón no deja de bailar. Piensa que su momento ha llegado, pero todo vuelve a la normalidad de forma repentina. El viejo Arnold no es estúpido, sabe que en cualquier momento volverá a pasar. No se preocupa. Es más, lo anhela. Que la muerte venga y le arranque las entrañas.
Continúa comiendo su estofado de carne con hongos y cebolla. Saborea cada bocado. ¡Con que así se debería comer! Lentamente, mezclándose con los sabores.
No deja de pensar en la pequeña Sofía. ¡Vaya coincidencias de la vida! Se supone que el Viejo Arnold, que no era viejo en ese momento, debía estar trabajando. Pero ese fue un mal día, su madre había muerto. N0 podía trabajar, así que se fue a caminar por toda la ciudad.
Tres llamadas perdidas de su esposa Mona. No planeaba contestar, el único plan que cabía en su mente era el suicidio.
Se quedó sentado en la banca de un parque, el cual nunca había visitado, estaba muy lejos de su casa. Quería llorarle a su madre. No podía hacerlo. Lo intentó, pero no lo consiguió. ¿Quién no le llora a su madre? Cada vez se frustraba más; las venas de su frente se inflaron y su cuerpo se tensó completamente. Vaya ira que sentía Arnold. Vaya sorpresa que no se suicidó.
Una niña hermosa de nueve años buscaba sonriente a su madre. El parque era muy grande, pero ella no se preocupaba porque sabía cómo llegar a su casa. Ya la buscó durante mucho tiempo, seguro su madre se fue a casa y la espera con unas galletas recién horneadas y un vaso de leche fría. Le preguntará a una persona más y después se irá.
-Hola señor. ¿Ha visto a mi madre por aquí?
-Claro que sí -responde después de unos segundos donde parecía aturdido.
-¿A dónde fue? -Pregunta emocionada la niña.
-Sígueme y te diré.
-Necesito saber su nombre antes señor, no lo conozco.
-Me llamo Arnold, hermosa. ¿Y tú?
-Sofía -Sonríe de oreja a oreja y se va con el viejo Arnold a su automóvil.
De nuevo la arritmia. Esta vez no lo perdona y termina por colapsar en el viejo Arnold, mejor conocido como “El caníbal de niños”. Un asesino serial al que se le atribuye la desaparición de más de cincuenta infantes. El último de ellos se encontraba en el estofado con hongos y cebolla.
Que descanse en paz el desgraciado.