Me levanto de la cama, no sé qué hora es, pero tengo la certeza de que él me mira otra vez, es más, lo escucho susurrar detrás de la puerta del cuarto. Quiere matarme y no para de hablar con su voz apagada y siniestra.
Tengo ganas de orinar, pero no pienso salir de la cama. Mi vejiga ya está acostumbrada a este juego. Termino orinando en la cama y me reconforto en el calor de mis fluidos.
Sombras por toda la habitación que se burlan de mí. ¿Por qué no se callan? Yo no hice nada.
No hice nada.
Se ríen de mí. Me llaman “marica” y se ríen de mí. Los voy a matar a todos. Seré la tormenta del desierto. Se arrepentirán.
Se escuchan pasos por el pasillo. Oh no, hice enfurecer a mi padre. Viene para acá, quizá con el cinturón en una mano y una lata de cerveza en la otra.
No, no, no. No. No.
Ya lo escucho, me está maldiciendo. Sus pasos son tan cercanos que zumban en mi cabeza y las sombras se siguen burlando de mí, y me oriné en la cama otra vez. Mi madre se decepcionará de mí y me abandonará. Ya no me ama. Me oriné en la cama otra vez. Me oriné otra vez y ella lo sabrá y los cometas volarán.
Alguien intenta abrir la puerta. La manija tintinea. Por favor que no se abra la puerta, soy un niño bueno, me como todas las verduras del plato y bajo la cadena del baño. Por favor, que no sea mi padre. Por favor, que no traiga el cinturón en una mano y una cerveza en la otra.
Nadie abre la puerta y comienzo a reír como loco cuando recuerdo que mi padre está muerto. Todo fue mi imaginación.
Las sombras también ríen y me uno a ellas hasta que vuelvo a caer dormido.
Despierto a mediodía. Hago mi ronda rutinaria de revisar debajo de la cama y adentro del armario. Quizá algún día tuvo sentido que hiciera eso, pero ya no sé por qué lo hago.
No hay nada nuevo en esos lugares.
Voy a la sala y encuentro a mi madre viendo televisión. Me mira de reojo, pero finge que no lo ha hecho.
-Hola má.
No contesta. Finge que no existo. Quizá en verdad no existo.
Me siento junto a ella en el sofá, le quiero platicar la pesadilla que tuve hace rato. Ella me lanza una veloz mirada de odio y se levanta del sofá.
-A mí no me hables. Ve y cuéntale eso a tus estúpidos amigos imaginarios.
Algunas lágrimas se deslizan por mis mejillas. Eso en verdad dolió. Me tapo la cara con las manos para que no me vea llorar y, de la nada, como si nada hubiese pasado, me pregunta con aires de preocupación.
-Hice huevo con jamón hijo, come para ir a tu terapia.
Me acaricia la cabeza como a un perro y se va a tender la ropa. Bueno, al menos ya no está enojada conmigo.
Pero yo sí estoy enojado. Mi sangre arde, mis manos se cierran y mi cabeza tiembla mientras pienso en mil formas de matarme.
Comienzo a golpearme sin piedad en la cabeza una y otra vez. Ya sé lo que sigue: Voy a tener un ataque. Todo se nublará y voy a tener un ataque. Voy a ser un niño malo y voy a tener un ataque. En este punto ya me es imposible detenerlo.
Espero no hacerle nada a mi mamá. Sólo a mí y a esas sombras que se ríen de mí, y a la niñita que a veces va a mi cuarto, y al señor que habla detrás de mi puerta. A esos sí los quiero matar.
Matar. Matar como a un pavo en navidad.
Que todos mueran.
Antes de perder totalmente el conocimiento me lamento de ver a mi madre regresar a la sala, porque en este momento ya no la quiero.
La voy a matar, y los cometas volarán.