Sé que terminé de leer este libro el 19 de julio de 1986. Es decir, que han pasado treinta y seis años. Y no ha perdido ni un gramo de la fascinación que entonces me produjo (fue una de mis primeras lecturas del argentino Jorge Luis Borges). Ahora, en este verano de 2022, vuelvo a él con canas, arrugas y los primeros alifafes de la edad (gracias, Azorín, por la palabrita). Y vuelvo a sentir una total y reverente fascinación por Lazarus Morell, Tom Castro, la viuda Ching, Monk Eatsman, Bill Harrigan, Kotsuké no suké o Hákim de Merv, las criaturas reales o inventadas (me da lo mismo) que Borges construyó para sus lectores, entre cuyas filas me encuentro desde hace décadas.
Podría poner más palabras a esta nota, resumiendo argumentos, calificando con adjetivos laboriosos sus aciertos infinitos, o resaltando las metáforas inigualables que Borges engastó en sus páginas. Para qué. “Tanta soberbia el hombre, y no sirve más que pa juntar moscas”, comenta uno de los personajes del argentino. Pues así es. Un dios no necesita adoradores, ni feligreses, ni oraciones, ni cirios, ni iglesias: sólo un silencio admirativo, una gratitud eterna. Y Jorge Luis Borges fue (y es) un dios para mí.
Siempre en deuda, maestro.