Revista Cultura y Ocio
No sé cuántas veces he visto Historias de Filadelfia. Tendríamos que ir consignando, por puro amor a la estadística, las veces que hacemos las cosas. Unas más que otras, probablemente. Consignar en una libreta el cine que vemos (yo llevo haciéndolo desde 1992) o incluso los libros que leemos (empecé a hacerlo en ese año, pero no fui constante y decidí pasar por alto ese registro). Hay muchas vidas dentro de cada vida. En una de ellas apuntamos las veces que vemos Historias de Filadelfia; en otra, no. Incluso hay una en la que no la vemos. De cada decisión que tomamos el universo se desgaja en dos. Hay realidades alternativas o paralelas sobre cada sencillo gesto que hacemos. Hace veinte minutos estaba sentado en el salón, viendo la televisión. Ahora estoy frente al ordenador, escuchando a Mahler (un sábado por la noche escuchando a Mahler, sí, ya lo sé) y pensando en qué pasaría si no escribiese este texto, si me hubiese ido directamente a la cama después de ver en el móvil cómo ha quedado el Atlético de Madrid (gol de Diego Costa: la liga está muy bien este año) No sé cuántos emilios hay por ahí sueltos, sobre cuántos de ellos poseo yo cierta responsabilidad, si yo mismo soy responsabilidad o extensión de alguien que está en un rango temporal mayor, de esos desgajables. En todo caso me acuerdo con bastante nitidez de cómo vi Historias de Filadelfia la primera vez. Tenía una televisión en blanco y negro en mi dormitorio. Debía tener quince años, quizá algo menos. La pasaron por la noche y yo la vi en mi cama. Al acabar tiré del enchufe de la pared para apagar la pantalla. No había mandos a distancia. Mi televisión, al menos, no tenía uno. Recuerdo el acto físico de tirar del enchufe y de apagar la luz. Eso es tan asombroso como el hecho de que exista algún lugar en donde yo no la haya visto o donde la esté viendo en este instante. Tal vez, en esa realidad especular, ni conozca a Mahler. Cierro el blog. Creo que mañana voy a escribir sobre jazz.