Hay algunas historias que nunca han sido escritas, pero que conocemos como si las hubiéramos leído a diario.
Con el tiempo y según vamos coleccionando experiencias, tendemos a crear una selección de "favoritas", que contamos en cuanto se nos presenta la oportunidad.
A algunas personas les gusta hablar de las experiencias que vivieron en grandes viajes. Otras disfrutan recordando momentos de la niñez, recordando cómo las cosas cambian y cómo los tiempos fueron una vez tan distintos. Hay quienes siempre evocan situaciones o anécdotas divertidas. Pero yo nunca he visto mayor pasión a la hora de contar una historia, que la de quienes intentan inspirar a otras generaciones, hablando de experiencias que fueron reveladoras y de cómo éstas les cambiaron la vida.
De todas sus grandes historias, mi abuelo siempre ha tenido dos favoritas y ha aprovechado cada ocasión para intentar contárnoslas - aunque no siempre le hayamos dejado. Yo, que en estos años las he oído cientos de veces, las bauticé internamente como las historias de lo imposible.
El primer imposible (o el primer milagro consciente del que mi abuelo tenía memoria), ocurrió mientras preparaba su prueba de acceso a la escuela de ingenieros agrónomos.
En aquel tiempo, el acceso era más difícil que la propia carrera y la media de entrada superaba los cinco años. Tras varios años de preparación y conforme la fecha del examen se iba acercando, ocurrió que la residencia universitaria en la que se alojaba ofreció becas para un viaje a Roma, para acudir a la canonización de su fundador.
Mi abuelo, que se moría de ganas por ir a Roma, pero que quería desesperadamente aprobar el examen, fue a hablar con sus preparadores para pedirles consejo y todos le dijeron que se podía ir sin remordimientos, porque no tenía ninguna posibilidad de aprobar. Mitad decepcionado, mitad entusiasmado por su viaje, se fue a Roma y lo pasó en grande. Cuando volvió a Madrid, sin la presión de tener que presentarse a la prueba de acceso, se ofreció para ayudar a un compañero con su preparación y acompañarle el día del examen como apoyo moral. Al acabar su amigo, los examinadores se volvieron a mi abuelo asumiendo que él también había venido a presentarse y empezaron a hacerle preguntas. Aunque al principio intentó explicarles que sólo estaba de acompañante, al final acabó rellenando una pizarra entera de fórmulas y mapas, intentando recordar lo que sabía. Cuando terminó, se volvió a los examinadores, que le respondieron con un seco "bien, borre y siga". Mi abuelo, que ya había puesto todo lo que sabía, se quedó paralizado y tras unos segundos eternos sólo acertó a decir; "estoy un poco mareado", con lo que los examinadores le despidieron cordialmente de la sala de exámenes. Volvió a la residencia devastado y pensando lo increíble que hubiera sido, si hubiese podido aprobar.
Unas semanas después, se enteró de que había aprobado. Contra todo pronóstico, mi abuelo fue la envidia de su preparatoria. Nadie podía entender cómo había sido posible. Éste fue su primer milagro, su primer imposible.
El segundo gran milagro ocurrió unos años más tarde. Aunque tenía un puesto fijo trabajando para el estado, su gran pasión era el campo y soñaba con tener una finca propia donde poder pasear, plantar sus árboles y atender sus propios negocios. Pero su sueldo de funcionario no le permitía más que soñar con ello y esperar algún día ahorrar lo suficiente para poder pagar la entrada.
Un día, un amigo que conocía su pasión, le pidió ayuda con un conocido alemán que estaba buscando una finca en Málaga, en la que pensaba dedicarse a plantar aguacates cuando se jubilara. Mi abuelo encontró una finca que le encantó, pero que él no podía permitirse, y se la enseñó al alemán, que enseguida quiso cerrar las escrituras, pagó la entrada y volvió a Alemania con la intención de cerrar algunos asuntos y regresar poco tiempo después.
Sin embargo, estando en Alemania sufrió un infarto y murió. Sus hijos no quisieron saber nada de la finca, así que mi abuelo se vio de repente con una entrada pagada de la finca de sus sueños y sin saber qué hacer. Decidió tantear a unos amigos, para ver si tenían interés en invertir en la finca y fundar una sociedad, y todos accedieron. Y ése fue el principio de La Alegría, la finca en la que plantó todo tipo de árboles y que ha visitado a diario hasta cumplir los 88 años.
Al igual que mi abuelo, cada uno tenemos nuestra colección de historias de lo imposible, de pequeños milagros que ocurrieron de improvisto y que cambiaron el curso de nuestra historia.
Hay quienes deciden escribir sobre ellas, para darlas así a conocer e intentar que su historia inspire a otras personas. Otros, como mi abuelo, intentan asegurarse de que al menos sus personas cercanas aprendan que los milagros existen y que a veces lo imposible se hace real con perseverancia y con fe.
Aunque hace algunos años no lo entendía y me costaba ser paciente, según he ido creando mi propia colección de imposibles, he empezado a entender la pasión de mi abuelo por repetir sus historias y recordarnos una y otra vez que siempre tuviéramos fe. De algún modo, empecé a entender su necesidad de querer que el mensaje calara, porque podía reflejar sus experiencias en pequeños milagros que yo también he vivido.
Cuando empecé este blog, él me dijo que lamentaba nunca haber escrito nada, porque algunos recuerdos se habían difuminado con el paso de los años. Por ejemplo ya no podía acordarse de todos los países en los que había estado en sus congresos de la caña de azúcar. Hace poco me confesó que habían sido la excusa perfecta para poder ver mundo, sin sentirse culpable por gastar tanto dinero en viajes exóticos.
Aunque nunca había pensado en él de este modo hasta ahora, la verdad es que la historia de mi abuelo es una historia de superación.
Muchas veces, la vida nos pone pruebas duras que consideramos injustas, pero que pueden acabar expandiendo nuestros horizontes y nuestra forma de ver ls cosas. En estos casos, es simplemente la actitud que tomamos ante estas pruebas, lo que nos acaba distinguiendo entre fracasados y triunfadores, entre personas amargadas y personas llenas de vitalidad y entusiasmo.
Con 28 años, mi abuelo perdió una pierna por culpa de una máquina del campo defectuosa. Tras muchos años de estudio, acababa de terminar la carrera, le habían ofrecido un trabajo muy bien considerado como ingeniero en otra ciudad y estaba planificando su boda. Al quedarse cojo, se vio obligado a renunciar a ese puesto y tuvo que aceptar un empleo mal pagado en una oficina.
Pero a pesar de que sus bastones le han acompañado toda la vida, allá donde haya ido, nunca nadie ha notado en nada más su cojera y nunca le hemos oído quejarse más que del frío y la humedad de Málaga - aunque estuviéramos en Agosto y en plena ola de calor, no recuerdo haberle visto sin su chaqueta.
Si hay algo que he aprendido de él en estos últimos años, es a tener ilusión, a ser persistente con lo que quieres y no rendirte, sean cuales sean las circunstancias.
Además de sus pequeños milagros, mi abuelo consiguió lo imposible en muchas otras ocasiones. Consiguió que mi abuela se casara con él, aunque acabara de perder la pierna y no pudiera ofrecerle en un principio el futuro que le había prometido. Consiguió viajar por todo el mundo sin hablar ni una sola palabra de inglés y conociendo sólo un chiste en alemán - que en 88 años nunca se ha cansado de contar, aunque se le olvidaran las palabras alemanas y acabara teniéndolo que traducir al español (haciéndolo irremediablemente peor de lo que ya era). Desde Sudáfrica a Costa Rica, desde Siria a San Francisco, pasando por Filipinas, Perú, Nueva Orleans, Costa de Marfil y por supuesto toda Europa, consiguió que mi abuela le acompañara en todos sus viajes, a pesar de que le tenía un miedo horrible a volar.
Él me dijo hace poco, que haber perdido la pierna tan joven le hizo esforzarse por aprender a pensar de otro modo y a crear otras nuevas posibilidades, porque perdió la oportunidad de salir cobrando un buen sueldo en un empleo bien considerado y no tuvo más remedio que reinventarse.
Desde que yo misma decidí reinventarme y vivir de forma más consciente, él ha sido un gran ejemplo para mí.
Por eso, hoy se me hace muy duro pensar que ya no vaya a tener la oportunidad de decírselo.
Mi abuelo se ha ido esta semana de repente, tal y como él quería.
Aun así, todavía me cuesta creer que ya no voy a poder comentar el resultado de mis proyectos con él.
Que ya no voy a volver a oír sus historias de lo imposible, tal y como él las contaba.
Por eso, te agradezco que me hayas dejado compartirlas contigo. Porque sé, que aunque ahora tenga la sensación de que están grabadas en mi memoria, tarde o temprano el tiempo se acaba llevando todos los recuerdos y sólo aquello que se escribe y se comparte permanece vivo para siempre.
Fuente http://www.llenatuvida.net/historias-de-lo-imposible/?ct=t(Semana_3_19_06_2015_6_15_2015)