Durante este mes y con motivo de los siete años del blog estaré publicando material inédito, reflexiones y otros escritos que por cuestiones de edición, en su momento, quedaron afuera. La idea es generar textos breves y ordenados temáticamente, con la idea de facilitar la lectura y contribuir a la clasificación por tags. Arrancamos con estas tres historias de trenes.
1. Viena la nueva, Viena la Vieja
Eran cerca de las seis de la mañana y veníamos durmiendo con dos amigos en el vagón litera de un interrail con destino a Viena. Apenas amaneció yo me desperté y ví desde la ventanilla un cartel en la estación que decía Wiener Neustadt. Zamarreé a mis amigos y les grité: - Nos dormimos, tenemos que bajarnos… estamos en Viena (Para mi, Wiener, era Viena, no había dudas).
Así fue que nos calzamos los trekking, bajamos las valijas del portaequipajes y cuando decidimos descender, como si fuera una trampa mortal, el tren arrancó. Ya en el pasillo, mi amigo me dijo que había una forma de evitar que el tren siguiera, indicándome con la mirada el interruptor de emergencia. Los tres nos miramos desconcertados y dijimos que si asintiendo con la cabeza. Sin pensarlo, mi amigo tomó el toro por las astas y oprimió el botón rojo de emergencia ubicado sobre la ventanilla. En cuestión de segundos el tren aminoró la marcha hasta que se detuvo como si se hubiera quedado sin una gota de combustible.
Abrimos la puerta de salida y con todas nuestras fuerzas arrojamos las valijas que cayeron violentamente sobre el andén pedregoso. En pocos minutos fuimos rodeados por la policía local que en alemán nos vociferó el daño que habíamos provocado al detener el tren (Luego supimos que el sistema, al ser computarizado, una vez que se lo detenía, tardaba una hora en reactivarse) y que la broma nos iba a costar muy cara.
Ante tal situación creímos que iríamos directo a la cárcel y hasta nos imaginamos solicitando nuestra libertad mediante vía diplomática, pero por suerte, fuimos liberados inmediatamente luego de pagar una frondosa multa en chelines equivalente a unos doscientos dólares (toda una fortuna si se tiene en cuenta nuestra calidad de mochileros). Acto seguido, nos aclararon que esa estación en la que nos encontrábamos no era Viena, sino que era "Neustadt" (que en alemán quería decir “Ciudad nueva”) y que la que nosotros buscábamos, esa que los turistas exigen conocer, estaba a unos cuantos kilómetros más adelante y sólo se llamaba "Wiener".
Pese al error cometido los guardias nos dejaron subir nuevamente y debimos esperar, junto al resto de los pasajeros, a que pasara el tiempo reglamentario para que el tren se reactivara. De más está decir que hasta Viena viajamos parados. La vergüenza nunca nos dejó ocupar un asiento ni tampoco levantar la vista, ya que cientos de pares de ojos nos miraban fijos haciéndonos sentir el gravísimo crimen que habíamos cometido: haberles roto la puntualidad de la que tanto se ufanan. Y eso en Austria, a diferencia de otros países de Europa, es imperdonable.
2. Génova y el espíritu de Caminito
Desperté con los primeros rayos de sol que entraban en el camarote y salté de la cucheta en la que había pasado una noche movediza. Levanté las persianas y me encontré con una de las imágenes más hermosas que jamás había visto: una decena de casas construidas dentro de la montaña dejaban ver una explosión de geranios rojizos y un puñado de señoras gordas que colgaban la ropa sobre los balcones y cantaban canzonetas derrochando su alegría por doquier . Lo primero que me vino a la cabeza fueron las películas de Fellini y hasta fantaseé con la idea de que la famosa tetona apareciera desde alguna de las ventanas y me enseñara sus atributos como lo hizo con aquel jovencito que cobijó en su regazo.
La primera imagen que se me presentaba de Italia era tal cual como la había imaginado en mis pensamientos, cargada de colores ocres, con casas decoradas por ramilletes de flores que aparecían como manchas en las paredes, con un intenso olor a frutos de mar y con una música de acordeón que se filtraba por las hendijas del vagón y llegaba a los oídos de los pasajeros pese al ruido ensordecedor de la marcha del tren.
Poco antes de llegar a Génova nos avisaron que podríamos hacer combinación hacia cualquier ciudad de Italia. Cuando el tren se paró frente al cartel de la estación yo estaba tomando un café y no pude creer la postal que desde la ventana se ponía ante mis ojos: una maraña de casas coloridas e irregulares parecían la copia exacta de las que abundan en el barrio de La Boca.
Por un momento tuve la extraña sensación de estar en Buenos Aires, a orillas del riachuelo, en un café de Caminito. No sé por que se me vinieron a la cabeza las caras de Sábato, Quinquela Martín, Cortázar y un sinfín más de baluartes nacionales que no sé, a santo de que, asaltaron mis pensamientos y me hicieron sentir, por primera vez, nostalgias de mi país. Pensé a cuantos italianos les habría sucedido el proceso inverso cuando debieron desembarcar en las inhóspitas aguas del Río de la Plata provenientes de aquella ciudad en la que yo me encontraba entonces.
Los argentinos descendemos de los barcos, nos enseñaron desde chicos. Y por lo visto, quienes lo aseguraban, algo de razón tenían.
3. El AVE veloz
Para los argentinos el AVE bien podría ser un pájaro cualquiera pero, para los españoles, es el tren de alta velocidad creado por Felipillo y que tiene la maravillosa capacidad de unir Madrid con Sevilla en tan solo cuarenta minutos.
Como había estado muchas veces en España -pero jamás había ido a la capital de Andalucía- decidí experimentar lo que se sentía salir de Atocha y en un santiamén llegar a la estación de la Santa Justa. Así es como intentando no aburrirme durante el viaje, elegí llevar un disco con los grandes éxitos de Alaska, el cual sabía de antemano que tenía una duración aproximada de cuarenta minutos, es decir, lo mismo que el viaje. Apenas arrancó el tren le di al play y me dejé llevar no sólo por las canciones del mayor ícono de la música española sino también, por los pastizales aislados de la estepa manchega que se me escapaban ante los ojos como conejos intrépidos.
Minutos después de que el disco finalizó y, casi como cronometrado, el tren detuvo su marcha. El altoparlante anunció que habíamos llegado a destino y nos pidieron que aguardáramos unos minutos en los asientos hasta que el tren tuviera espacio en el andén para estacionar. Era un soleado mediodía de agosto y el sensor de temperatura del coche informaba una temperatura ambiente de nada más y nada menos que de cuarenta y siete grados.