Me gusta salir de caza. Me entusiasma. De día o de noche, da igual. Soy un auténtico depredador. Y bueno, soy muy bueno. Raro es que se me escape una pieza a la que yo le eche el ojo. Ocurrirme, me ha ocurrido, no voy a decir que no. Pero pocas veces, y en mis tiempos de novato. Ahora ya no se me escapa ninguna. Bueno, casi ninguna. Cierto que ya conozco el percal y cuando veo que una pieza está resabiada y va contra querencia, prefiero dejarla, por no bajar la media, más que nada. A no ser que me reten, ahí sí que no. Ahí, el que me busca me encuentra. Pongo en marcha toda mi experiencia y busco el reclamo idóneo para la pieza. Cada pieza requiere su reclamo, no se vayan a creer. Y si te equivocas, no hay segunda oportunidad, la pieza levanta el vuelo y ahí te quedas, Maqueda. Y el hueco en el morral, que por más que lo llenes con otras piezas, ese hueco siempre se nota. Vaya si se nota. Y los de la cuadrilla que ya se encargan de recordártelo. Menudos cabrones son. En cuanto se te escapa una pieza viva, te lo restriegan por el hocico a modo.
Yo ahora ya prefiero el coto, porque vas sobre seguro. Ya se preocupa el dueño de mantenerlo siempre con abundante y variada caza. Es su negocio. En el coto el esfuerzo es menor, pero claro, también es menor la satisfacción. Menos dificultad, menos placer. En el coto sólo te tienes que ocupar del ojeo, y de los buitres, claro. Me refiero a los cazadores carroñeros, que en cuanto te ven trabajándote una pieza, se quedan al acecho y si parpadeas, te la levantan. No sé como tienen cuajo para cobrar una pieza que se ha trabajado otro. Pero como decía El Guerra: “Hay gente pa to”.
Otro día les contaré la satisfacción y el morbo de cazar en periodo de veda. Es muy peligroso, pero muy gratificante. No hay placer mayor que la caza furtiva.
¿Cómo dice? ¡Pues claro que hablo de mujeres!