Revista Política
Andaba el mago Copperdini ensimismado, mirando al azar más allá del parabrisas de su pequeño utilitario. Parecía un día rutinario, demasiado aburrido para una mente inquieta como la suya. No era un mago cualquiera, lo suyo era absolutamente distinto a lo que cualquiera podía ofrecer en el mundo del ilusionismo. Porque él era un mago anónimo, nadie conocía sus habilidades. Su vocación era la de justiciero y, cual superhéroe enmascarado, actuaba desde las sombras para realizar sus "no trucos". Porque Copperdini era un mago de verdad, con poderes que sobrepasaban el entendimiento. El único inconveniente que tenía es que, su don era factible siempre que no buscara provocar una situación que lo requiriera, sino que tenía que confiar que el destino se cruzara en su camino. Seguía con su mirada perdida, hasta que un sonido le sacó de la introspección. Unos cuantos metros más atrás se escuchaba acelerar un coche y frenar de forma apresurada. Era un vehículo de gran cilindrada, conducido por un energúmeno que asustaba a los demás con sus continuos acosos, frenaba hasta situarse a escasos centímetros del coche que le precedía, después le adelantaba parándose en seco, obligando a todos a echarse a un lado de la calle, mientras escuchaba una música estridente en el interior que se parecía a un concierto de zambombas electrónicas. Uno de los conductores acosado sacó una mano por la ventanilla para protestar ante tan estúpida conducta. El aprendiz de Mad Max volvió su rostro enfurecido hacia él, enseñándole un bate de béisbol que llevaba junto al asiento y sacando después una pistola por la ventanilla. La gente quedó paralizada, menos Copperdini, que miró fijamente aquel vehículo que se alejaba por momentos, aunque ya no tendría escapatoria. El individuo siguió acelerando para seguir provocando el caos, hasta que de repente su vehículo se paró. Y aunque seguía andando por inercia, no pasó mucho tiempo hasta que quedó detenido. Bajándose con furia y pegando un portazo, procedió a echarle un vistazo al motor. Cuando abrió el capó, su rostro quedó petrificado y estupefacto. No había nada, ni una sola pieza mecánica, solo podía ver el asfalto que quedaba debajo. Cerró el capó y lo volvió a abrir, pensando seguramente que se trataba de su imaginación, pero no fue así, aquel habitáculo, que un día albergo sus osados caballos mecánicos, ya no existía. Frustrado, comenzó a maldecir y pegar patadas a todo lo que tenía a su alrededor. Se dirigió hacía un contenedor de basura para sacudirle con el pié. El impacto fue terrible, y el sujeto salió disparado hacia atrás mientras contemplaba sus zapatillas ensangrentadas, sufriendo un dolor punzante insoportable. Observó con ojos desorbitados que aquel contenedor era de acero, lo que empezó a producirle una extraña sensación entre el miedo y la ira. Se arrastró hacía su vehículo para sentarse en el asiento y comprobó aterrorizado que en el interior no había nada, sólo quedaba la carrocería desnuda, se parecía ahora más a un esqueleto de elefante que a lo que en su día fue. Acto seguido inició un sollozo y rompió a llorar como un niño sin consuelo, mientras el mago Copperdini pasaba junto a él, dirigiéndole una mirada socarrona.