Apareció haciendo limpieza, en un cajón de la casa que todas ellas frecuentaron antes de partir allá de donde no se regresa. Unas antes, otras después, pero todas acabaron por marcharse de un mundo al que proporcionaron no pocas historias, muchas de ellas perdidas para siempre y otras subyacentes a sus sonrisas jóvenes y a sus miradas tristes.
Por eso sonríen. Ambas, las cuñadas de Florinda, que aparece en la foto tal y como era, minúscula y pizpireta, un torbellino encerrado en un cuerpín de apariencia tan frágil como dura era ella, la mujer de Ernesto, el Beran que se fue a Praga a tocar el violín con la Filarmónica y volvió, enfermo de nostalgia, tras oír a unos polacos tocar la melodía que en su España natal se cantaba con la letra del Asturias, patria querida. Florinda, Flori, la perla, una belleza diminuta de ojos verdes que ahora, en las fiestas de Granda del 35, viste un traje demasiado grande para su talla pero aún así elegante, modernísima con sandalias de tacón y el pelo engominado, como manda la moda, y posa con sus cuñadas en la foto que ha aparecido ahora en la que fue su casa. La misma en la que en el ochenta y cinco, cuando murió Ernesto, Eugenia cantó con lágrimas en los ojos el Kde domov můj que le había enseñado su madre.
En Granda. La más grande de las romerías que se celebraban en el Gijón de los años 30. La de 1935 se celebró el fin de semana del 27 y 28 de julio y desde medio año atrás el Ayuntamiento se afanó en mejorar la carretera que iba desde la ciudad hasta el práu de la fiesta, tantos eran los coches que se desplazaban allí aquel fin de semana, e incluso tuvo que regular ese tránsito, en tanto en cuanto muchos conductores hacían las veces de taxistas ocasionales, aprovechándose de la buena voluntad de los viajeros. Se prohibió llevar viajeros sin poseer el carnet municipal que identificaba al conductor como taxista oficial, se establecieron tres paradas en la acera derecha de las calles 17 de Agosto y Avenida de Azaña y se prohibió que los autocares cobrasen más de una peseta por trayecto, y Herminia y Eugenia, por más que sonrían en la foto, no podrían más que entristecerse al subir en los coches de alquiler, porque si Pancho, el hermano mayor, chófer de profesión, no hubiera muerto el año anterior, de seguro que las llevaría gratis. Se lo había llevado el tétanos a los 33 años como a Luisa, la primera mujer que amó, la había matado la tisis nueve años antes. Y así, triste pero aceptada a la fuerza, porque la vida manda, planea la muerte por detrás de las sonrisas de una foto de fiesta, y la tragedia que está por llegar, y los destinos de cuatro muchachas felices porque acaban de conocer a sus hombres, las cuatro, o al menos las tres que podemos identificar. Herminia, Eugenia y Flori. Las tres Españas. La España que perdió, la España que perdió y la España que, muchos años más tarde, vuelve a unirlas.