Qué efímera es la vida de las hojas. Brotan con la primavera, disfrutan del estío y mueren en su vuelo otoñal. Dura es la muerte de la hoja perenne, que cuando muere se despide de las otras hojas, que permanecerán en el árbol que las vio nacer y al cuál dieron alimento. Peor la vida de la caduca, es como el suicidio colectivo de los bosques, de los parques, una muerte en masa: llega el otoño y todas caen. Siempre.
Si lo pensamos bien el ciclo de las hojas no es más que el fiel reflejo a pequeña escala del ciclo de nuestras vidas: unos vienen, otros se van; unos están más, otros están menos; pero al final todos caemos. Y los árboles, el mundo, todo, ahí sigue, viendo pasar hojas, otoño tras otoño.
A veces los árboles también se tuercen, los hay fuertes, como el roble, los hay más débiles, los hay enfermos, los hay sanos, los hay jóvenes, los hay viejos, hasta los hay con cicatrices, esas marcas que el tiempo dejó en sus ramas o en su corteza, y sin embargo todos los árboles crecen contra el viento, buscando el cielo, abriéndose paso hacia la luz del sol para dar verdor a sus hojas.
Y al final, algún desalmado llega, los tala, los convierte en una silla y en una mesa, y entonces que se sienta en esa silla, y que se apoya en esa mesa, decide escribir algo sobre la efímera vida de las hojas.
Y de los árboles.