Revista Cultura y Ocio

Hola, soy el señor Conejo

Por Calvodemora

Hola, soy el señor Conejo
Hola, soy el Señor Conejo. Escribo porque soy un conejo. A veces me da por imaginar que no soy Emilio Calvo de Mora Villar. Imaginar que no tengo La isla del tesoro en una edición muy vieja. Ni mujer, ni hijos. Ni el recuerdo de mi abuela en una playa en Fuengirola. Tampoco padre o madre o algunos buenos amigos. A veces está bien olvidar qué somos y andar un día por el mundo sin nada que nos vincule a él. Cuando escribo soy un conejo, el Señor Conejo, voy de campo en campo, olfateo, sobre todo olfateo, muevo la nariz como la movieron mis antepasados en los tiempos remotos de los conejos. Siendo conejo he desarrollado enormemente el sentido del olfato, donde otros aguzan la vista, donde se esmeran en sublimar el gusto, yo he puesto toda mi sangre en el crecimiento de mi olfato; está grande mi olfato, estoy satisfecho de cómo funciona, salgo al campo, olisqueo sin parar, muevo los bigotes, nunca flaqueo ni me arredro, no he podido hacerlo, por más que se me haya ocurrido. Son cosas de conejos, imagino. Las mujeres de Wichita Falls o de Alcalá la Real tendrán también las suyas, no conozco una sola mujer nativa de Wichita Falls y sólo una de Alcalá la Real. Se llamaba Julia y tengo idea de que almorzábamos juntos en un comedor escolar. Cabe la posibilidad de que alguna vez me haya cruzado con ella, tantos años después, pero de qué hablaríamos, no sé si habría podido decirle nada, contarle la historia de mi vida, la real y la fabulada, la de conejo, la breve historia del insomnio, del vértigo, el sonido que hace mi bigote cuando se me cruza una zanahoria o el zumbido constante que enhebra el aire cuando escapo de los cazadores. No sé si debería hablar ahora de las zanahorias o más tarde. Sobre la superficie herida de la zanahoria voy rindiendo diente a diente toda mi nerviosa boca. Sé que me espera el manjar: cuanto más me espera, más intenso es el placer y más lo dilato. Si vuelvo a mi condición humana no recuerdo nada de mi vida como señor conejo, no sé nada de mi promiscuidad de conejo, vuelvo a la mesura, escribo distraidamente en un banco de un parque, observo una iglesia, muy a lo lejos, la gente entra con respeto, entran animosamente, creo que luego Dios los amonesta, secretamente los amonesta.
Dios censura, es un catón, es un terrible ojo imposible, pero los conejos no tenemos moral, no tenemos Dios arriba en el cielo que nos cubra de gozo y nos conforte o nos lacere y perturbe, no sentimos el peso del mundo, sólo olfateamos, fornicamos, entendemos el mundo según lata el corazón más o menos aprisa.Hay días en que el corazón se atropella en el pecho y parece un atleta al que hubiesen conminado a correr hasta desfallecer. Así somos los conejos. No sabemos estar quietos, no se nos enseñó la lentitud, ni la confianza. Estamos alerta, no hay otra manera de estar en el mundo. La vida como Señor Conejo tiene sus ventajas, no nos escandalizan los asuntos habituales, solo nos concierne la procreación, no se puede pensar en otra cosa, solo olfateamos, oteamos, nos encaramamos a la hembra y la cubrimos. Es un verbo manso cubrir. Cubrir es el verbo más importante del diccionario. Uno cubre lo que puede, cubre sin apuro, un poco también desinteresadamente, sin caer en la cuenta de que se está cerrando un ciclo o de que se está abriendo. En el hecho de cubrir están juntamente la apertura y la oclusión, el latigazo noble de la sangre y su decaimiento escandaloso. El hombre tampoco razona estos brincos del alma, si cubre para evacuar los rigores del cuerpo o hay en esa evacuación unánime y plena un sentimiento místico, una especie de conciliación divina en la que de pronto vemos el rostro de la divinidad y ese rostro nos ve a nosotros. No estoy hecho para llevar registro de todo lo que me sucede, quizá un apunte, un breve comentario, dejar constancia del prodigio del vino en la boca, constatando la brutalidad de las horas cuando la resaca te pasa por lo alto, sentir el desgarro en el corazón cuando se muere alguien a quien amas, ha pasado y no se olvida. Luego está la zanahoria. Ah la zanahoria, qué placer la zanahoria, qué delicadeza y qué torbellino. 

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