Para que se hagan una idea de lo que ha llovido desde entonces, la primera vez que verbalicé mi gran teoría de la conspiración sólo tenía dos hijas y me hallaba agarrada a una botella de champán francés como si mi vida pendiera de sus sublimes burbujas.
Como ya les conté en su día, en las bodas de este grupúsculo teutón llamado klüngeln te asignan un Tischer, lo que viene siendo un pobre hombre con frac que tiene que darte conversación durante la cena y bailar el foxtrot contigo en cuanto suenen los primeros compases. Sí, en Alemania todavía hay menores de noventa que practican los bailes de salón.
Lo que no podía imaginar el flamante banquero de inversión cuyo nombre no recuerdo, es que la rubia beoda le iba a amargar la cena con sus delirios apocalípticos. En un momento álgido, entre los volovanes y el foie mi cuit, me vine muy arriba y le dije con todo la autoridad financiera que cuatro años dedicada a limpiar traseros y a codearme con la escoba me otorgaba, que ese sistema financiero tan molón que se gastaban les iba a explotar en las narices. Momento en el cual el pobre hombre del frac decidió que mirarme el escote e ignorar mis desvarios era mejor que perder su valioso tiempo haciéndome entrar en razón.
Lo gordo del asunto es que un par de meses después, el otrora glorioso banco de inversión del pobre hombre del frac quebró desencadenando una crisis financiera de padre y muy señor nuestro. Nos cogió por sorpresa pero se podía haber visto venir, llevábamos demasiado tiempo creyéndonos más ricos de lo que en realidad somos, o comiéndonos hoy nuestro pan de mañana, según se mire.
No se paren ni un minuto a intentar dilucidar las palabrejas grandilocuentes que nos espetan los entendidos en la materia. Olvidense de ciclos, contraciclos, inflaciones, desinflaciones, políticas keynesianas y demás términos obscuros, la razón es de cajón de madera de pino y lo van a entender perfectamente sin necesidad de apuntarse a un curso acelerado de economía de mercado.
Se nos ha líado parda por una razón muy sencilla: se han inventado cantiades ingentes de dinero que no existía ni tenía porqué existir. Y lo peor, se ha prestado este dinero como si no fuera inventado y no pudiera esfumarse con la misma ligereza con la que lo habíamos creado. Poco importa si las razones por las que se ha multiplicado el dinero con tanta alegría eran nobles o no, el resultado, sea como fuere, es el mismo: hay mucho dinero por ahí suelto que no es más que humo. Sin más.
Este dinero se lo han inventado los bancos y los bancos centrales que son los únicos que pueden colarnos estos trucos de mago de tercera sin levantar sospechas. Sin liarnos a señalar culpables, veamos porqué inventar dinero no es tan buena idea.
Imagínense ustedes que su cuñado viene a pedirles dinero para invertirlo en un negocio de los de forrarse. Pongamos que el cuñado en cuestión necesita 10.000 euros para poner en marcha su negociado.
Usted, que tiene un cierto apego a los euros que tanto sudor le ha costado ganar, no va a dejarse embaucar así como así. Antes de rascar 10.000 euros de su maltrecho bolsillo se lo pensaría usted mucho, muchísimo, y sopesaría con extremo cuidado los riesgos y oportunidades de prestarle la cuantiosa suma.
Imaginémonos ahora que a usted, como a los bancos, le estuviera permitido inventar dinero. La cosa cambia. Y mucho. Porque ahora podría poner 500 euros de su bolsillo e inventarse los otros 9.500. No me digan que así no es mucho más fácil darle el capricho al cuñado.
Eso es lo que ha pasado con el sistema financiero, se ha invertido y prestado dinero inventado con más alegría y menos rigor del que hubiéramos hecho gala si todos esos euros hubiera que haberlos ganado antes de lanzarse a prestarlos. En el caso de los bancos centrales ese melón se abrió el día que se abandonó el patrón oro. Pero de eso ya hablaremos otro día que me está mirando el señor de los huevos con ojos coquetones.