Revista Literatura
Después de 9 años hartándose de colar goles en el Real Madrid, Cristiano Ronaldo ha regresado a España con su nuevo equipo, la legendaria Juve, para enfrentarse el Valencia en la primera jornada de la Liga de Campeones. Apenas duró unos minutos en el campo, ya que fue expulsado por una supuesta agresión a un defensa del equipo local. Escribo supuesta porque la acción no me parece merecedora de tal sanción, sobre todo si las comparamos con las que se pueden contemplar en cualquier partido de fútbol. Como se suele decir, si el listón se pone ahí, los partidos acabarían con tres jugadores sobre la hierba. De Cristiano Ronaldo se pueden decir, y se dicen, muchas cosas, de todos los colores y tamaños, pero nadie le puede negar esa ambición, esa competitividad desmesurada que tal vez haya propiciado que sea lo que es y nadie le puede negar: un jugador legendario. Seguramente por eso, o simplemente por impotencia, o por desconsuelo, da igual, no importa el motivo, cuando el pasado miércoles fue expulsado, rompió a llorar. Las cámaras nos mostraron con nitidez las lágrimas recorriendo sus mejillas, y las gradas y las redes sociales nos mostraron, con exactamente la misma nitidez esa España casposa y nauseabunda que aún convive con nosotros, tal vez porque nosotros mismos la alimentamos. Me niego a aceptar como algo normal las reacciones que pude leer y ver la pasada semana porque un hombre lloraba en público, a la vista de todos. Me niego a compartir barco, tren, vagón o planeta con semejante batallón de descerebrados, cazurros, anormales emocionalmente y machitos de postal canalla en tonalidades sepias. Que abran la puerta que me voy, detengan motores que me apeo. Lo de Cristiano Ronaldo viene de lejos, esa es la realidad, desde hace muchos años se le adjudicado la etiqueta de homosexual, pero siempre desde el insulto, la mofa, la gracieta o desde la más descarada y rotunda homofobia. Yo no sé si Cristiano Ronaldo es gay, tampoco me interesa lo más mínimo. Es más, no creo que eso condicione en modo alguno su profesionalidad, su capacidad, su personalidad o lo que usted quiera. Ni limita ni aporta. Aunque vistas las reacciones, comprendería que lo ocultase o no lo manifestara públicamente. Indiscutiblemente, el que muchas personas públicas, referentes en los más diferentes ámbitos sociales, hayan decidido exponer y hablar abiertamente su condición sexual ha sido beneficioso para el conjunto de la sociedad, y se han derribado muchos estereotipos, tabúes y demás, es cierto, pero tengamos muy claro que no es una obligación, porque a menudo tengo la impresión que muchos lo consideran una obligación, y no. Cada uno puede llevar su homosexualidad, por ejemplo, como le venga en gana, con pluma, sin pluma, en silencio, a grito pelado, compartiendo besos, bailando sobre una carroza, como le pida el cuerpo. Faltaría mes. Del mismo modo que a los heterosexuales nadie nos exige que demostremos o proclamemos nada. Hablemos de normalidad. De sana normalidad. También están esos que consideran que los hombres no pueden llorar, porque eso es de mujeres, de nenazas o de maricones, esa gente, sí, del mismo modo que los hombres no pueden bailar, confesar que otro hombre es guapo, hermoso, o demostrar una sensibilidad que es patria potestad de las mujeres y de los homosexuales. Sí, tienen un gen especial, está comprobado científicamente. Son más sensibles, esa estúpida y recurrente frase que hemos escuchado miles de veces. Me encanta que haya una legión de hombres aburridos y hartos de tantos corsés y tantos miedos. Por eso, hace unos pocos días, disfruté tanto en el concierto de La Casa Azul, que además de ser muy buenos musicalmente también lo son desde un punto de vista discursivo, ya que en sus canciones denuncian las represiones y proclaman un constante deseo de libertad y amor, sin tener en cuenta condición o reparo alguno. Me gustó ver y rodearme de cientos de hombres y mujeres bailando como les daba gana, besándose como les daba la gana, sin temor a una mirada oblicua o un comentario soez. Hombres y mujeres que no dejan de ser hombres o mujeres, aunque se exhiban tal y como son, o aunque lloren.