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El gran truco argumental de ‘Homeland’ es la duda. Duda que se cierne de una manera básica, casi binaria, sobre sus protagonistas, pero cuya sombra alcanza límites insospechados. El espectador acaba poniendo en tela de juicio absolutamente todo, ya no condiciones particulares de personajes principales y secundarios, o lo legítimo de sus relaciones, sino el sentido estratégico puro de los organismos y de los dirigentes que velan por la seguridad de los estados. Del estadounidense, claro, pero ya puestos, de todos. Si éstos no llegan a ser en algún momento diablos que, aburridos, matan moscas con el rabo. O sea, que me voy por las ramas, si no se trata de instituciones que pactan con el enemigo público número 2 con tal de abatir al enemigo público número 1 (hecho lo cual, se pacta con el número 3 para abatir al 2, ¿os suena?). Así que en esa duda, en la vitalidad y el estímulo y la excitación que esa incerteza provoca, se basan ya dos temporadas, veinticuatro episodios. Y todo parece indicar que una tercera temporada llegará.
No creo que Showtime vaya a prescindir de una serie de esas que aúnan alabanzas críticas y gran respuesta del público. Porque, sí, en el caso de ‘Homeland’ parece imperar la justicia que a otras series les es negada, calidad significa público y público significa que la serie seguirá mientras sus guionistas sean capaces de mantener el vilo, de jugar, como están haciendo, con el espectador y sus uñas, sin que medie sensación de tomadura de pelo.
El día que escribo esto, para acabar de despejar el escaso margen, la serie acaba de ser galardonada con tres Globos de Oro de referencia: mejor serie y mejores actores dramáticos femenino y masculino, para una unánimemente alabada Claire Danes y un sobriamente comedido Damien Lewis (muy recomendable también ver su papel en ‘Band of Brothers’). Y sí, si me preguntáis, son justos los premios.
Puede que ‘Homeland’ tenga el éxito que ha dado la espalda a otras series parecidas (se nombra reiteradamente ‘Rubicon’, elegante pero fugaz intriga política cuyo lento desarrollo condenó a una única temporada), pero olvidémonos de que el mundo sea un lugar justo con todos, esta serie tiene, aparte de magníficas interpretaciones y esplendorosa puesta en escena, todos los elementos en su justa medida. Una temática en la que los americanos demuestran una vez más que la enorme brecha del 11-S no ha cicatrizado del todo; una fiel escenificación de cómo son de absurdos y retorcidos los entresijos más cercanos a las cúpulas del poder; una (bueno, dos, casi) insana historia de amor y extrema tensión sexual (resuelta, claro, esto no es una serie ñoña de Telecinco para emisión en prime-time); acción en dosis precisas, y esa sensación, que no hace más que aumentar, de que fidelidad y traición pueden estar en el mismo lado del espejo.
En fin, yo ya hablé comenzada la segunda temporada, de que no era tarde para subirse a ese carro. Los premios no hacen más que, ejem, darme la razón. Septiembre de este año, dicen, es la fecha planificada para la emisión de la tercera temporada. Así que, si no queréis quedaros fuera de conversaciones, dejar de entender bromas privadas, poner cara de póker cuando alguien plantee en una conversación algo como: ¿en qué idioma reza Saul cuando está rodeado de cadáveres? (comprobado, 100% libre de spoiler), haced un sitio en estos nueve meses para esos veinticuatro capítulos. Dejad que el jazz de su banda sonora empiece a asociarse al enorme gozo de verla, mantened atención a los detalles, desead ver el siguiente episodio, ya, inmediatamente, y, claro, dudad, dudad, dudad.