Revista Cine
En su entrada sobre Claude Chabrol en The New Biographical Dictionary of Film, David Thomson resume en unas cuantas líneas la trayectoria del recientemente fallecido cineasta apelando a las diferencias con sus compañeros cahieristas: nunca tuvo las inquietudes políticas de Godard, fue mucho más prolífico que Rivette o Rohmer, y nunca tuvo dificultades para levantar sus proyectos, como Truffaut. De todos los miembros de la nouvelle vague, agregaría yo, Chabrol es el más competente como trabajador fílmico: más de 70 obras -entre largometrajes, episodios en filmes colectivos y programas para televisión- en poco más de medio siglo de ininterrumpido trabajo, desde su seminal opera prima El Bello Sergio (1958).
Sin embargo, aunque Chabrol fue un chambista al nivel de muchos memorables artesanos hollywoodenses -dirigió varios filmes que no eran proyectos personales, su ritmo de trabajo era constante, prefería empezar a dirigir aunque tuviera dudas sobre la película-, desde el inicio de carrera con El Bello Sergio y hasta el final con Inspector Bellamy, Chabrol mostró intereses personales muy marcados, mientras iba perfeccionando un estilo de dirección aparentemente invisible. Se habla y con razón de la influencia de Hitchcock en su obra, pero es sólo eso: una influencia. No una imitación más o menos afortunada como es el caso de, digamos, Brian de Palma.
Al revisar Las Dulces Amigas (Les Biches, Francia-Italia, 1968), por ejemplo, uno se da cuenta que algunos de los elementos hitchcokianos están ahí -el doble que es reflejo/extensión del personaje central o el asesinato como sublimación del deseo por el otro- pero la ejecución de ellos es ya plenamente chabroliano. El décimo-quinto largometraje de Chabrol fue, en retrospectiva, clave en su carrera: después de varios fracasos comerciales y/o críticos, Las Dulces Amigas se exhibió exitosamente en Berlín 1968 -en donde ganó el Oso de Plata a Mejor Actriz Stéphane Audran-, se ganó el favor/fervor de la crítica de su tiempo y tuvo una aceptable taquilla. El filme iniciaría, además, una serie de cintas chabrolianas sobre la burguesía, el sexo, las relaciones de poder y el crimen, entre las cuales se cuentan algunas de las obras maestras del cineasta francés. Otro detalle significativo más:en Las Dulces Amigas Chabrol conformaría el que sería su equipo de trabajo durante mucho tiempo. Me refiero a Jean Rabier en la cámara, Jacques Gaillard en la edición, Pierre Jansen en la música, la pluma como coguionista de Paul Gégauff y la producción de André Génovès.
Frédérique (Audran, esposa del cineasta en aquella época) es una rica heredera bisexual que recoge de las orillas del Sena a una joven dibujante de ciervas -título original del filme- que dice llamarse Why (Jacqueline Sassard). Las dos mujeres, convertidas en amantes, llegan a la exclusiva propiedad de Frédérique en Saint Tropez, en donde un arquitecto llamado Paul (Jean-Louis Trintignant) terminará interponiéndose entre ellas. Como en innumerables filmes chabrolianos, todo terminará en un asesinato, pues si se muestra un cuchillo en algún momento del filme, este instrumento tendrá que usarse tarde que temprano, como dicen que dijo Chejov.
Dividida en cuatro secciones -un prólogo, un epílogo y los segmentos titulados Fréderique y Why-, la puesta en imágenes de Las Dulces Amigas es engañosamente funcional: Rabier no cae en florituras estilísticas con su cámara, mientras que el montaje de Gaillard sigue las necesidades dramáticas del filme.
Y, sin embargo, basta poner un poco de atención para notar cómo Chabrol echa mano de su cinefotógrafo y editor para ir construyendo un ritmo fílmico/narrativo que se funde con la lucha psicológica/sexual que vemos en pantalla. Es decir, la forma es la clave del fondo. Así, todas las tomas largas que existen en el filme -unas diez, de uno a dos minutos de duración- tienen una razón dramática para existir: la cámara capta, sin corte alguno, las dinámicas de seducción y poder entre Frédérique y Why, entre Paul y Why, entre Paul y Frédérique, o entre los tres, como si estuviera haciendo la crónica visual de un comportamiento extraño, misterioso, que necesitamos interpretar al ver las miradas o los movimientos de los personajes. En ninguna otra circunstancia la toma se alarga: sólo cuando es necesario estudiar las dinámicas bi/tri/sexuales. Un estilo preciso y riguroso que nunca llama la atención sobre sí mismo.
En el número especial que Cahiers du Cinèma le dedicó a Chabrol (octubre de 1997), el cineasta dice en entrevista que, a pesar de las dificultades que conlleva adaptar al cine las novelas de la gran escritora tejana Patricia Highsmith, él siempre quiso llevar a la pantalla The Talented Mr. Ripley (1955), la primera novela de la serie dedicada al sofisticado sociópata Tom Ripley, cinta que terminaría haciendo, por desgracia, René Clement con el nombre de A Pleno Sol (1960) y, muchos años después, y mucho mejor, Anthony Minghella con El Talentoso Sr. Ripley (1999). Escribo esto porque Las Dulces Amigas tiene todos los elementos de una buena novela de la señora Highsmith: ambigüedad sexual, ambiente burgués, suplantación de personalidad, crimen inevitable que es, acaso, la última muestra de devoción: la más radical muestra de amor. Nos quedamos con las ganas de ver su versión fílmica de The Talented Mr. Ripley pero, en su lugar, tenemos Las Dulces Amigas.
Las Dulces Amigas se exhibe el sábado 18 de enero en la Cineteca Nacional, a las 18:15 y a las 20:30 horas.