El Madrid del retorno es el Madrid de la mala conciencia. Chile y los chilenos van en el corazón, pero se han quedado allí, en ese hermosísimo territorio situado, por un capricho de la naturaleza, en una de las zonas con mayor actividad sísmica del planeta. El Chile de la libertad, el Chile de los grandes sueños y de los grandes soñadores se ha quedado sufriendo y yo he pensado en mis grandes amigos y grandes poetas y grandes artistas plásticos. En Alexandra Domínguez, la hermana de tardes memorables de conversación y lecturas poéticas, en Juan Carlos Mestre, berciano y leonés de corazón chileno como Huidobro o Neruda, peleón y habitante de una "casa roja" que es la casa de todos, en Javier Bello (¿estabas en Chile en esas horas, en las mismas horas en que yo me encogía de miedo y de impotencia?), en Andrés Fisher, habitante de una antología que, hace una década, tuve la suerte de prologar bajo el título Pasar la página, en Violeta Medina, delgada y frágil, puro nervio y puro poema y pura devoción por Gonzalo Rojas, Violeta comensal en un reciente almuerzo con Marcos Ana organizado, por Marifé Santiago para escuchar la voz del poeta que, tras largos años de cárcel en el penal de Burgos, olvidó cómo era un árbol, un Marcos Ana que estos días, estoy seguro, tiene el corazón lleno de Chile del mismo modo que lo tuvo cuando Pinochet nos llenó de luto y desesperanza cuando éramos infinitamente jóvenes, Chile de Eugenio Llona, el hombre comprometido con la cultura y con la política de izquierdas pero sobre todo el poeta, al que conocí en Madrid hace algo más de un año y al que volví a encontrar, desolado y firme a la vez, en Valparaíso y del que, con un abrazo emocionado, me despedí en Santiago junto a las instalaciones de campaña de un aeropuerto terriblemente dañado. Sólo pude darle el abrazo a cambio de un regalo que llevaré siempre conmigo: Glosario del amor chileno, de Radomiro Spotorno, con ilustraciones de Andrés Graña. Chile de los artistas adscritos a una asociación cuya sede pude fotografíar, desde el autóbús, al entrar en Valparaíso cuanto todavía el país no era terremoto. Vedla abajo, a la izquierda.
Chile de Óscar Hanh y de los Poemas de la era nuclear, ese hermoso y cívico libro que leí en pruebas antes de que apareciera en la colección de Bartleby no hace más de dos años. Chile de los recuerdos más entrañables de mi memoria personal, cuando tanto lo soñábamos en las palabras de Salvador Allende, en las canciones y poemas de Víctor Jara, en las canciones de Violeta Parra que tantas veces escuché en la voz de Esperanza, mi compañera de tantos años (aquellos recitales semiclandestinos en Portugalete, en la UVA de Hortaleza, en no sé qué parroquia perdida en el extrarradio), refugiada en un poncho que le servía para ocultar los panfletos que repartía por los portales del barrio en las madrugadas de tinta de los últimos años de la dictadura, Chile de Gabriela Mistral y de José Donoso (Pilar, compañera de sus días en Calacite, ¿estabas allí cuando la tierra tembló y yo sentí miedo?), ese poeta recién descubierto gracias a los Poemas de un novelista que hace poco más de un año volvieron al lugar de donde nunca debieron salir: a las librerías.
En el Madrid seguro y lejano, en mi Madrid cantado en tantos poemas y novelas, he escuchado, en la radio y en la televisión y a las pocas horas de tomar tierra, que el suelo volvía a temblar en Chile. Y he recordado las horas vividas allí y he pensado que he sido un afortunado a pesar del miedo. He sido un afortunado porque he conocido el dolor de los chilenos a pesar de estar en un lugar poco afectado por el desastre y porque, al lado de la catástrofe que simboliza la fotografía de agencias que podéis ver abajo, pude visitar la tumba de Pablo, el gran poeta cósmico. La tumba que comparte con Matilde Urrutia y junto a la que murió cuando el Chile más negro puso las botas y los fusiles en el pecho del pueblo.
Sí. He estado, aunque por muy poco tiempo, en Isla Negra. Junto a la que fue su casa y es hoy sede de la Fundación Neruda. El terremoto había desordenado los objetos que allí se guardan y los distintos edificios estaban cerrados. Pero a través de los cristales pude ver las botellas, los mascarones, las anclas, algunas caracolas. Para mí fue un íntimo homenaje que aguardaba desde hace la friolera de 37 años, cuando, tras el golpe de estado, Pablo nos dejó a causa del cáncer y de la pena infinita.
Aunque íntimo, estoy seguro de haber compartido el homenaje con quienes me acompañaban en aquel momento, trabajadores y trabajadoras del Cervantes que todavía tenían clavado en el alma el miedo nocturno provocado por el terremoto y sus réplicas y la frustración por no llevar adelante aquello para lo que habían (habíamos) ido a Valparaíso: el Congreso de la Lengua. Con los veinte, quizá algunos menos, cervantinos y cervantinas que el 28 de febrero, cuando todavía desconocíamos las dimensiones reales de la catástrofe, estuvimos en Isla Negra. Concluyo esta entrada con dos fotografía de ese lugar en las que creo se simboliza, frente a la desolación, dos sentimientos imprescindibles hoy: esperanza, solidaridad, futuro.