Revista Cultura y Ocio

Homer y Langley

Publicado el 08 marzo 2011 por Rubencastillo
Homer y Langley
Un hombre llamado Homer Collyer está redactando todos los pormenores de su vida para una lectora llamada Jacqueline Roux, que no aparece con su nombre completo hasta la página 179. Le cuenta en esos folios cómo ha transcurrido su existencia de soltero en su vivienda de la Quinta Avenida, que comparte con su hermano Langley; y trata de hacerle comprender por qué su vida ha circulado del modo en que lo ha hecho. Hasta ahí, el resumen argumental podría antojarse tedioso o falto de magnetismo, pero añadamos algunos condimentos a la salsa para incorporarle matices de sabor. Punto uno: Homer es ciego (fue perdiendo el uso de sus ojos a partir de la adolescencia, lo que le permite recordar formas y colores) y está escribiendo sus particulares memorias con el auxilio de una máquina braille de la marca Smith-Corona (p.118). Punto dos: su relación con las mujeres siempre ha sido complicada (un amor de infancia llamado Eleanor, una joven pianista llamada Mary, etc) y se ha basado por lo general en un casto platonismo. Punto tres: su hermano Langley, después de volver herido de la Primera Guerra Mundial, ya no volvió a ser la misma persona.
Ése precisamente es uno de los puntos de inflexión de su historia: la metralla y el gas mostaza no solo han devastado su cuerpo («Tenía cicatrices. Cuando se quitó el uniforme, noté más cicatrices en la espalda desnuda, y también pequeños cráteres», p.27) sino que parecen haber erosionado su mente. Al principio, las manifestaciones de ese desequilibrio se desenvuelven por unos cauces casi lógicos (Langley, reflexionando, elabora una impecable Teoría de los Reemplazos, donde llega a la conclusión de que cada época produce figuras que ocupan el lugar simbólico que dejan las figuras de la generación: un jugador de béisbol adorado por las masas será sustituido por otro en la mente colectiva, una vez que se haya retirado). Pero luego concibe la idea de elaborar un periódico único y universal, en el que estén representadas estadísticamente todas las noticias del mundo. Para perfilar los descomunales matices de tan vasto proyecto, Langley se afana en leer todos los documentos posibles. Así que muy pronto «los fardos de periódicos y las cajas de recortes llegaban hasta el techo en todas las habitaciones de la casa» (p.52). No obstante, ese diogenismo desmesurado no se detiene ahí, sino que se ampliará hacia los electrodomésticos viejos, las mecedoras desvencijadas, los toneles inservibles, las alfombras mohosas, las bicicletas con óxido y toda suerte de cachivaches anómalos. Langley, además, comienza a dar síntomas de ideas más bien absurdas, hasta el extremo de que «defendía con fervor los regímenes de salud radicales. La intención no era que acabáramos yendo por ahí sin ropa; se trataba de que, por ejemplo, las vitaminas, de la A a la E, en grandes dosis, reforzadas con hierbas medicinales y cierto fruto seco que se cultivaba únicamente en Mongolia, no sólo garantizaban una larga vida, sino que incluso invertían estados patológicos como el cáncer y la ceguera» (p.129). Como colofón, los huraños hermanos dejan de pagar las cuotas de la hipoteca, deciden desvincularse de las empresas del agua, el gas y la luz... y optan por salir cada vez menos a la calle.Esta novela del prodigioso E.L.Doctorow, que han traducido Isabel Ferrer y Carlos Milla para el sello Miscelánea, está basada en la historia real de los Collyer, que tuvieron un final aciago en su mansión de la Quinta Avenida en 1947 y que aquí, más que retratados, son analizados como símbolos. El propio Doctorow, en una frase que se reproduce en la contraportada, indica que «como mitos que son, los hermanos Collyer requerían no que se investigara sobre ellos sino que se les interpretara». ¿Quiénes fueron estos dos personajes? ¿Dos simples desquiciados que manifestaron su desarreglo mental amontonando basuras en su casa de lujo? ¿Dos excéntricos que se decantaron por la acracia? El escritor neoyorkino, justo candidato al premio Nobel de Literatura en más de una ocasión, coloca en nuestras manos los materiales y los indicios... y deja que lleguemos a nuestras propias conclusiones. ¿La prosa de Doctorow? Inmejorable. ¿El desarrollo novelístico? Sublime. ¿Qué más se le puede demandar a un libro para hacernos con él?

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