Y así hasta nuestros días en los que sigue activo este dilema social, el que se debate en una economía altamente competitiva de selección del mejor en eficiencia y dentro de una sociedad compleja que necesita progresar y cuidar de lo cercano, para lo que precisa de la denostada cooperación.
Pero las cosas no son iguales ahora y entonces. Lo que ha cambiado en este ultimo milenio es que en la especie humana, el territorio próximo se ha hecho tan grande como el mundo, los recursos pueden viajar, la capacidad productiva se ha hecho infinita, y los extraños y cercanos empiezan a confundirse. Necesitamos menos del grupo y un mayor invidualismo se impone. El dilema sigue pero el contexto donde se debe resolver ha cambiado muchísimo. Si la competición tiene su fundamento en la obtención de los recursos escasos, menos recursos que los declarados como necesitados, estamos abocados a clasificar –de una vez por todas- cuales son los recursos necesarios y cuáles son los límites de lo suficiente. Si estuviéramos cerca de alcanzar los límites de lo suficiente, ayudados por las capacidades tecnológicas, la competición no dejaría de ser un atavismo cultural a ir abandonando. Y si la proximidad de los lejanos también se reduce y son más los cercanos, la cooperación ganaría la partida como el recurso social fundamental del progreso colectivo.
La lógica colectiva de lo macro -el mundo- no coincide con la de lo individual. En lo personal las cosas se ven de otra manera. La posición que adoptamos entre estas dos actitudes de competir y cooperar en lo macro y en lo micro son muy variables. A veces manifestamos solidaridad cuando percibimos situaciones injustas en colectivos lejanos que conmueven a la acción de ayuda. Otras veces competimos por cosas de escaso valor que nos seducen a la hora de comprar algo no muy necesario, por un afán puntual de destacar frente a los otros, y ser más listo que el vecino. Y en otros casos desplegamos la generosidad en el corto plazo ayudando a una persona desconocida que vemos en apuros, o cooperando de manera desinteresada con organizaciones no lucrativas, con el afán de construir algo valioso para el futuro de otros.
Haciendo un balance de los acontecimientos cotidianos entre los que vivimos, encontramos muchos más ejemplos de sistemas de competición que de cooperación. Todas las evaluaciones que clasifican y destacan unos individuos frente a otros, unas organizaciones frente a otras, los sistemas de precios y compras, el deporte en cualquier disciplina, la selectividad escolar, las relaciones entre partidos y dentro de ellos, los concursos y premios, los niveles salariales, las oposiciones y muchas otras dinámicas de relación entre grupos se dirimen en la pugna de intereses, en el clásico sólo uno gana y otros muchos pierden. Se trata de competir casi siempre por una cosa que ya existe y que hay que asignarla a una parte o a otra. Por lo general las reglas de juego están impuestas de arriba y ni siquiera puede haber un dialogo entre los participantes para compartir el premio, aunque sus sentimientos y el aprecio de la convivencia podría motivarles a ello. Estaríamos en este caso muy cerca de la negociación o acuerdos de compartir, cuya finalidad es conseguir algo de valor por cada parte, pero las reglas no lo toleran. Debe ganar sólo uno y todos los demás perder, aunque el merito personal no es tan distinto entre los participantes.
Se nos enseña que esto es “ley de vida” y que la
selección natural es así de dura, que discrimina al individuo menos adaptado y
que el más capaz desplaza al menos capaz, en una eterna competición. Estas son
las reglas de la competición, que juega un aspecto importante en la mejora de
lo más apto para unas circunstancias, pero que no existiría sin que la
cooperación haya hecho un trabajo callado –porque no se publicita- y previo. No hay posibilidad de que la
competición exista si previamente no se han construido recursos, organizaciones
o sistemas que compitan, y esto es obra exclusiva no de individuos aislados,
sino de la cooperación entre distintos.
Y esto no lo comunicamos ni lo resaltamos y creemos que progresamos por
competir lo cual no es cierto.
Cultivos, edificios, caminos, conciertos,
espectáculos, grandes trabajos, desarrollo personal, cuidados y salud, cultura,
progreso social, conocimiento, creatividad, innovación y otros muchos más
elementos que nos permiten estar en donde estamos, son fruto de la cooperación
entre distintos individuos. Y sobre estas realidades hay otras cuestiones importantes que
posteriormente las califican y hacen mejores como la eficacia, la eficiencia,
los costes, la optimización, la selección, la calidad y otros que son frutos de
la competición.
Merece la pena repensar el papel de la cooperación
en unas circunstancias planetarias donde los recursos dejan de ser escasos a
nivel global, donde su distribución no es razonable y donde la necesidad de
progreso y de cambio constructivo, requiere desarrollar esa parte que siempre
fue y es fundamental en la especie humana. Tal vez por eso y para recordarlo
deberíamos llamarnos “homo cooperans” y no tanto “homo sapiens” o “faber”. Ni
la sabiduría simbólica del “sapiens”, ni la habilidad manual del “faber” serian
nada sin la naturaleza “cooperans” entre individuos de la especie humana. Tal
esa mezcla de simbolismo, habilidad y cooperación nos valió en la determinación
del colectivo de seres que ahora somos. No estaríamos aquí si esta
característica de la especie, la cooperación,
no nos hubiera acompañado en esos 5 o 6 millones de años de nuestra
existencia en el planeta. No perdamos la esencia de lo que somos y nos ha hecho
llegar aquí, a pesar de que la comunicación y la educación de hoy -que algún
día cambiarán-, nos enseñan -desde la cuna- a competir más que a cooperar y así
nos va.
Un artículo de Juanjo Goñi