La discusión en torno a la crisis política que se vive en Honduras se ha centrado en definir si se están ante una transición legal, un gobierno de facto, o uno interino; o que si las causas que llevaron a tal situación fueron la polarización ideológica, el intervencionismo, etc.
Explicaciones y resquicios legales hay para todo. Tanto para llevar a cabo consultas no contempladas en la constitucionalidad, como para justificar alzamientos militares.
Lo único preciso es que en Honduras sí hubo un golpe de Estado. Con todas sus letras. Un golpe de Estado cuyo pretexto es proteger la legalidad y la democracia, pero que sin embargo, claramente ha pasado a llevar a la primera y ha puesto en riesgo a la segunda. A eso es a lo que debemos poner ojo.
Lo cierto es que aún cuando Zelaya haya pasado a llevar la constitución, bajo ningún punto de vista se justificaba suspender la legalidad, negándole el debido proceso judicial, o para expulsarle de Honduras. Ahí hay un factor clave del porque estamos ante un claro golpe y no un frente aun proceso de transición legal.
Por otro lado, tampoco se justifica que los medios de comunicación y la prensa no puedan ejercer su tarea de forma libre y sin controles, al ser suspendidas temporalmente por el gobierno de facto.
Lo concreto es que los hechos en Honduras revelan un trasfondo complicado en cuanto a la forma de hacer política en nuestro continente. Muestran que todavía existen actores políticos en Latinoamérica, de distintos sectores y tendencias -aún cuando se declaran demócratas- que validan la violencia como forma de acción política, ya sea para llevar a cabo los cambios que pretenden o para evitarlos.
No sólo eso. Lo ocurrido en Honduras demuestra que para muchos, el Estado de Derecho, sólo debe ser respetado según su funcionalidad a la posición política que se defiende y según el individuo al que se le aplica, y no como un marco de acción para el juego político.
La precipitada acción de fuerza por parte de los militares hondureños, respaldada por el Congreso de dicho país, demuestra que en la solución de conflictos políticos aún se contempla, como primer gran recurso, la agresión y el uso de la fuerza. No sólo como un modo legítimo a nivel ideológico, sino también institucional.
En este sentido, la propia institucionalidad –y esa es una falla del presidencialismo en general- no permite solucionar problemas de índole político de forma política, sino de forma judicial y en muchos casos y lamentablemente violenta. De esa falla, en América Latina y a lo largo de la historia, han surgido la mayor parte de las justificaciones a golpes militares, como forma de solucionar conflictos de índole política. Nunca como último recurso, sino como el primero y único.