Revista Cultura y Ocio
5 de septiembre de 2008
Catorce años después, cuanto queda de mi padre es una sucesión de imágenes inconexas, y cada vez más huecos, y algunos recuerdos minuciosos, sobre todo de aquellos últimos meses. Me ha costado todos estos años aprender que cuando la memoria se convierte en un rastro que conduce a ninguna parte, sólo puede aliviarnos esta liturgia de acercarnos al cementerio, limpiar de tierra y excrementos de pájaro la lápida, maldecir que haya más líquenes en la inscripción y arrancar los hierbajos que han ido creciendo. Atar luego a la cruz unas flores de plástico y dejar tumbado en la tierra un ramo de claveles. Y rezar, sin devoción, pero por si acaso, un padrenuestro por la vida eterna en que él confiaba.
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Aún me obsesiona
Sentí miedo de mi propio padre. O, para ser más exacto, de ese cuerpo pálido, rígido, ni dormido ni despierto, que yacía, como un muñeco en su envoltorio, en un féretro colocado en medio del salón. Tenía sus mismos labios, su misma nariz aguileña, su mismo pelo canoso, pero aquello ya no era mi padre. Y en eso, en aquel tránsito de naturalidad insoportable, no en otra cosa, consiste para mí todo el misterio de la muerte.
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Acepto este destino
Estoy aprendiendo a habitar estos días previsibles en los que siempre me levanto a las 7:30 y desayuno siempre un tazón de leche con galletas. Estos días ni tristes ni alegres de los que uno no espera gran cosa. Ya es bastante si el día amanece soleado, y sigo respirando otras veinticuatro horas, y no sufro ni provoco sufrimiento a otros, y tengo una compañera a quien agarrar de la mano, y algunos poemas que llevarme al alma antes de preparar el despertador para que suene a las 7:30 y apagar la luz.