Revista Diario
Cada vez que se cruza en mi camino una tragedia, no pienso en el momento en sí en que se comunica un diagnóstico terrible o un pronóstico aún peor. No. Siempre pienso en las horas previas. Esas horas de total inconsciencia en las que no vemos venir la tormenta. Horas en las que nos entregamos a cosas banales sin saber que nunca volverán a ser las mismas. Sin saber que esa vez puede ser la última.Existe una línea delgada y frágil que separa la rutina diaria de algo que marcará nuestra vida para siempre. Una línea que separa el estar tomando una copa con los amigos del timbre del teléfono sonando en el bolso. Una línea que se rompe cuando descuelgas, convirtiendo los dos pedazos de tu vida en un antes y un después.Hace ya tiempo, mi hermano empezó así un día de fin de año. Recibiendo la noticia de la muerte de uno de sus mejores amigos en un accidente de tráfico. Yo no podía dejar de pensar en las horas previas de su madre. ¿Qué estaría haciendo antes de descolgar el teléfono? ¿Pensando en los preparativos de la cena de esa noche? ¿Haciendo café y enfadándose con el hijo que, por décima vez en el mes, llegaba tarde sin avisar?Ayer yo estaba preparándome para ir a la cena del Congreso cuando sonó el teléfono. Y, aunque no es mi vida la que cambia, si lo hace la de una amiga muy querida y la de sus hijos.Bendita inconsciencia de las horas previas.