Revista Cultura y Ocio

Horizonte cercano – @KalviNox

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Mi trabajo con los abuelos es fácil, estoy con ellos la mayor parte del día, les sirvo el desayuno, unos vasos de vino a mediodía, café por la tarde y vuelta al vino antes de marchar a casa. Hablo bastante con ellos, aprendo de sus consejos, de su experiencia, y alguna que otra vez me han hecho llorar con sus historias.

Observo sus discusiones mientras juegan al dominó, veo esas miradas entre ellos, esas que guardan secretos que sólo ellos saben y a veces descubro una bonita o triste historia en cada una de sus arrugas.

Hoy llego temprano, hace calor y Manuel me espera sentado en un banco al sol para tomarse su café y mirar la prensa, especialmente la lotería, porque a sus ochenta y tantos aún no ha perdido la esperanza de que le toque algo y ayudar a sus hijos, la mayoría en paro.

A veces observo a personas como Manuel en esos momentos que tienen la mirada perdida, intuyo que recordando tiempos pasados o simplemente mirando ese horizonte cercano en el que se vayan y me priven de su compañía. A muchos ya les echo de menos, solemos contar anécdotas de los que están, los que no están, y los que es mejor que no estén. No todos tienen el cielo ganado, dicen.

Me paro junto a él para darle los buenos días, le veo mirar a lo lejos y de repente, después de darme los buenos días me pregunta:

¿Ves aquéllas sierras, allí, por encima de aquéllos árboles?

-Claro que sí Manuel, por supuesto.

Me siento, suelto las bolsas en el suelo y le escucho atento porque se que me va a contar una historia.

Corría el año 1938 en pleno verano y en aquéllas sierras, a un lado estaba el bando Nacional y enfrente, el bando Republicano. Entre las dos sierras pasaba una pequeña vereda por la que un muchacho de apenas diez años vestido de harapos y sombrero de paja llevaba cada día el agua y la comida a esos hombres que pasaban el día de sol a sol segando los campos.

-Eran tiempos difíciles – decía Manuel mientras me contaba las batallas entre los dos bandos en aquéllas sierras.

Allí, en uno de los bandos se encontraba Antonio, un joven y valiente soldado, apostado con su fusil entre las piedras. En su punto de mira, cada día estaba aquél muchacho que pasaba con su mulo por la vereda y cada día le hacía la misma pregunta a su superior:

-Mi cabo, ¿da usted su permiso para disparar?

Baje el arma Antonio, no es mas que un hombre con un mulo.

Pasaban los días y Antonio apuntaba cada uno de ellos a aquel muchacho, imaginando en que punto de su cuerpo pondría la bala, de hecho, pensaba que un día de éstos que no estuviese su superior le quitaría la vida a aquel hombre tirando del mulo que tanto le molestaba.

Por suerte, su superior nunca se apartó de aquella sierra y mucho menos de las intenciones de Antonio, sabia de su destreza con el fusil y aunque lejos, sabía que no fallaría.

Aquella maldita guerra terminó, y recién terminada muchos soldados, entre ellos Antonio, se reunían en la taberna del Tío Andrés a tomar unos vinos y contar hazañas y derrotas. Una tarde, después  de unos cuantos vinos de más, los muchachos bromeaban y reían con Antonio y su obsesión por acabar con la vida de aquél hombre que pasaba cada día con su mulo por la vereda.

-Si no llega a ser por el cabo…, soltó Antonio con tono airado.

De repente, el Tío Andrés, dejó la botella que tenia en las manos y se dirigió hasta donde estaba Antonio, con la cara desencajada y el gesto cortante le dijo:

-Dejad de reír, y tú dale las gracias a ese cabo, porque le ha salvado la vida a tu hermano, el pequeño. Sí, le ha salvado de ti. Era el que llevaba el agua y la comida a tu padre, a tus tíos y primos.

Antonio dejó caer el vaso al suelo, casi como todos los que estaban allí y unos instantes mas tarde, rompió a llorar. No dejó de llorar cada vez que veía a su hermano hasta el día de su muerte.

Puff, me he quedado embobado con la historia.

Manuel suspira, supongo que le tocó vivir aquéllos tiempos difíciles, le veo llorar.

Manuel, -le digo con tono alegre-, vamos para adentro, te preparo un café, lees tu prensa y casi que mejor no acordarse de esas cosas, ¿vale?

Secándose las lagrimas de los ojos, me mira, y con la voz entrecortada entre tristeza y rabia me dice:

-No se pueden olvidar esas cosas, ni esa vereda, ni a ese cabo, ni a Antonio. Mi hermano.

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