A Luis González Jiménez, enamorado de los materiales, que
enseña con rigor técnico, profundidad filosófica y amor poético.
Y por lo mismo, pero específicamente con el hormigón, a Manuel F. Herrador.
A Pedro, que lee este blog y a veces comenta. (Hoy por alusiones indirectas).
A Emilio. Sin él mis conocimientos sobre el hormigón serían bastante peores.
-¿Hueles eso? ¿Lo hueles, muchacho? Es hormigón. Nada en el mundo huele así. ¡Qué delicia oler hormigón por la mañana!
Teniente coronel Bill Kilgore
Apocalypse Now
Hemos quedado por la mañana, temprano. El constructor me dijo ayer por la tarde que estaban terminando y que hoy querían hormigonar.
Como de costumbre, y por mucho que advierta que no lo hagan, ya está avisada la central y las cubas están a punto de salir. Todo muy bien si doy el okey a la primera, pero si digo cualquier cosita: que pongan ahí un par de redondos más, que coloquen los conectores de otra manera... lo que sea, ya tenemos el lío, con las hormigoneras avasallando porque necesitan verter.
Pero me han dicho (siempre lo hacen) que no pasa nada. Primero, que está todo bien porque lo han comprobado de sobra, y segundo, que si se me ocurre cualquier parida me harán caso en cero coma siete segundos. Ya veremos.
Para ser la primera hora el tráfico ha sido más fluido de lo que esperaba y he llegado unos minutos antes de lo previsto. No acerco mucho el coche a la obra para no estorbar a las cisternas cuando lleguen (y para garantizarme mi marcha cuando me apetezca, sin depender de que me dejen el paso libre), sino que lo dejo a unos cien metros de distancia y miro desde lejos la obra mientras sigo escuchando el programa de radio que traía conduciendo. Están todos allí, pero aún no quiero aparecer. Me hago perezosamente el remolón.
Estoy así poco tiempo. Escucho al locutor hasta que termina su esclarecedor comentario, apago la radio y salgo del coche.
Accediendo ya al solar tengo una impresión engañosa: Sobre la tierra hay tablas, chapas sobrantes de encofrado, armaduras... y da una impresión de desorden. No es así. Obviamente, no es un quirófano ni una biblioteca, pero las cosas, incluso los estorbos, están donde tienen que estar. Hay paso libre para los camiones y todo está pensado para que el hormigón llegue hasta el último rincón del forjado y para que los trabajadores puedan moverse alrededor extendiéndolo y vibrándolo.
Es el primer forjado, el suelo de la planta baja, a pocos centímetros de altura sobre la tierra, y mi proverbial torpeza lo agradece. Ya llegará la cubierta y vendrá el llanto y el crujir de dientes, pero hasta entonces vamos a relajarnos y a disfrutar.
Agarro el plano y me subo a pisotear viguetas con el encargado. Es el rito de siempre, y repito lo de siempre (y me contestan lo de siempre), pero nunca es aburrido ni cansado. Es una liturgia mágica, sagrada.
Delante de casi todas las bovedillas de inicio hay unas piezas de hormigón que las tapan para que no las ciegue el borbotón cuando se adueñe de todo, pero hay dos o tres (o cinco, o nueve) que no las tienen, y en su lugar les han puesto unas tapetas de cartón plastificado. Ya estamos: Lo de siempre.
-Tened cuidado con eso, que al vibrar se van a tomar por saco, se tuercen o se rompen y acaba cualquier trozo metido entre las armaduras, cortando un nervio.
-No te preocupes. Al vibrar el hormigón vamos empujando las tapas así... ¡Paco!
-¡Eh!
-¿Cómo empujamos las tapas al vibrar?
-¡Así!
-¿Ves?
Bueno. Otra manía que tengo, por lo mismo, es la de arrancar los tarjetones exagerados que muchas casas de forjados les ponen a las viguetas. Pero aquí no los hay. Bien.
Vamos comprobando las armaduras casi cantándolas como niños grandes de San Ildefonso:
-¿Una del diez ahí...? Una del diez. ¿Dos del doce y una más allá del dieciséis...? Dos del doce y una del dieciséis...
-Sí. Si está todo comprobado.
-Ya. Muy bien -pero sigo a lo mío-. ¿Dos del diez...? Dos del diez. ¿Dos del doce...? Dos del doce. Bien.
Y así un rato, barra por barra, comprobando cada una y dando consejos e indicaciones que conocen mejor que yo.
Estoy contento. El forjado está bien y esta gente tiene pinta de saber lo que hace. Parece que va a ser una obra feliz. Ya vendrán los problemas (que vendrán; naturalmente que vendrán); pero para eso estamos nosotros, y todos parecemos aceptablemente buenos.
Tras la comprobación relleno una hoja del libro de órdenes y el dueño, que ha permanecido hasta ese momento en un discreto segundo plano, adquiere todo el protagonismo:
-¡Vamos a desayunar!
A muy pocas manzanas hay un bar (que ya hemos visitado alguna vez, y las que nos quedan) y vamos andando. Viene ahora ese rato inefable en el que todos hablamos amigablemente de otras cosas (fútbol, viajes, programas de la tele...) y a la vez nos tanteamos y exploramos porque vamos a ser compañeros forzados durante bastantes meses y no sabemos muy bien qué va a pasar.
(Es parecido al chiste del dentista: "No vamos a hacernos daño, ¿verdad?").
Terminamos de desayunar (como el dueño es como tiene que ser invita él) y volvemos a la obra cuando ya está llegando el primer camión cisterna. Se le abre paso y se le coloca en el punto desde el que puede empezar a verter. Allí está el del laboratorio con su cono de Abrams y sus moldes para hacer las probetas.
Tras haber dicho "hormigónese" yo sobro. Todos tienen un cometido específico menos yo, que me asomo intentando estorbar lo menos posible.
Qué hermosura cuando el hormigón se cuela por todos los huecos que se le han dejado previstos, anega las armaduras y va formando los nervios, los zunchos, las vigas... y con el vibrado se va apretando contra los rincones llenándolo todo. Qué cosa más emocionante.
Estoy un par de minutos más y me despido.
Monto en mi coche, pongo la radio, que a esta hora ya me gusta menos, y me vuelvo al estudio.
Mientras conduzco repito como un idiota, en voz alta (incluso muy alta), alguna estupidez que dije y que súbitamente me viene a la mente, o bien digo (también en alto) algo que tuve que haber señalado y se me pasó. Si es muy grave paro y llamo por teléfono, pero no suele serlo. No es para tanto. Son manías, temores, porsiacasos, dudas...
Sigo conduciendo. Todo está bien. Todo va a salir bien.
Huele a... ¡victoria!
Teniente coronel Bill Kilgore
Apocalypse Now
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Por si os interesa:
En inglés al hormigón se le llama "concrete", y en muchos países hispanoamericanos (no se sí en todos) "concreto". Yo pensaba que este "concreto" era un falso amigo del inglés, pero no es así: Tanto el uno como el otro vienen del latín "concretus -a -um" que significa agregado, compuesto por varios elementos, condensado.
En el español de España decimos "hormigón", que no es un aumentativo de "hormiga" ni su macho, sino que procede de "hormigo", que es una gacha de harina de maíz; o sea, una plasta.