Con mi gratitud a Ediciones Asimétricas por la edición
y a Jaume Prat por los comentarios y el entusiasmo.
Acabo de terminar de leer El horror cristalizado, de Josep Quetglas, un viejo libro inencontrable durante muchísimo tiempo, con una vida editorial muy azarosa, que Ediciones Asimétricas ha reeditado felizmente ahora.
Me ha gustado muchísimo, y me gustaría comentar alguna cosa que me ha llamado la atención.
Ya he hablado aquí de Quetglas como crítico creativo, y he defendido que la crítica es un acto de creación. Este horror cristalizado no ha hecho sino confirmármelo.
Ya en el prólogo Rafael Moneo resalta el valor literario de este libro. De alguna manera, viene a decir, es su mayor mérito. Y mi admirado Jaume Prat lo confirma. Le digo a Jaume que Quetglas es capaz de ir a cualquier sitio con su discurso, es decir, de hacerle decir lo que sea, y él me contesta que, obviamente, es un creador, y que eso es muy hermoso.
En ese sentido escribí ya de Quetglas y vengo a insistir hoy aquí.
¿No os parece que hay gente pesadísima que perora y perora y produce un sopor inaguantable y hay otra gente que nos hace felices con sus ideas brillantes? En un extremo tendríamos al pesado de la cola del cine en Annie Hall, y en el otro estaría Josep Quetglas.
Imaginemos a alguien que nos dice: "El Pabellón de Barcelona de Mies van der Rohe no es un espacio dinámico que fluye, sino un espacio vacío, estático y cerrado". Ufff. Lo único que nos queda es o darle un gorrazo a quien afirma semejante cosa o concederle el beneficio de la duda y la oportunidad de que desarrolle semejante temeridad.
Y la desarrolla, y la desmenuza, y nos cuenta que los reflejos de todos los materiales nos ponen siempre al otro lado (como una especie de Alicia), nos expulsan, y que cada vez que intentamos entrar salimos misteriosa, mágicamente.
También nos habla de la frontalidad del pabellón, que es otra cosa con la que nadie estaría de acuerdo... hasta que lo lee y lo va siguiendo y subrayando.
Y nos habla del rey de España, y de la alfombra negra, y de los vidrios de diferentes colores y transparencias, y de las ocho columnas jónicas del exterior, y de los pilarcitos que se inmaterializan tras su propio reflejo, y del agua, y de la estatua... y de los rincones siempre cóncavos y jamás convexos, y nos tiene con la boca abierta durante unos días.
También nos dice que no hay una sola planta fiable del pabellón, ni siquiera la que dibujó el estudio de Mies a posteriori, puesto que las escasas fotografías que existen las contradicen a todas. Y explica cómo estamos estudiando una obra imposible.
(Esta edición aporta la planta, el alzado principal y la axonometría del pabellón según las observaciones de Quetglas, con lo que tal vez tendríamos en nuestra mano la documentación gráfica definitiva del pabellón de 1929).
El autor explica que la reconstrucción del pabellón en 1986 no tuvo en cuenta nada de esto que él observa, ni las pruebas irrefutables de las fotos y el resto de documentación (la lista de los tipos de vidrio, por ejemplo), y semejante reposición le parece una falsificación y una adulteración intolerable.
Al discurso se le pueden dar las vueltas que se quiera, y se le puede llevar por caminos sinuosos, pero Quetglas acostumbra a apoyar sus "disparatadas" disquisiciones en una documentación abrumadora. Es muy difícil no darle la razón, si bien hemos de conceder que no está haciendo solamente un análisis erudito, sino una obra de creación en sí misma.
Lo más hermoso que cuenta Quetglas es que en los meses en que estuvo en pie el pabellón nadie reparó en él especialmente, y cuando se empezó a publicar y a dar a conocer ya no existía. Eso hizo que desde el primer momento adquiriera la categoría de mito. Uno de los más señeros ejemplos de la arquitectura moderna no había sido visto ni disfrutado por nadie. Y todo el mundo seguía elogiándolo por una planta incorrecta y unas pocas (demasiado pocas) fotos en blanco y negro.
El pabellón era una obra destinada a ser efímera. Su desmontaje no solo era previsible, sino esencial a su carácter.
Por lo tanto, dice Quetglas que su vacío es lo que da carga al lugar y a la obra. El terreno previo no era nada: un descampado, una trivialidad; una vez construido fue un evento fugaz, pero finalmente destruido adquirió su valor definitivo de espacio sagrado, de vacío como presencia abrumadora de una ausencia.
Según Quetglas la reconstrucción (que le fue ofrecida al propio Mies y que nunca quiso hacer) rompe esa sacralidad y retrivializa todo aquello.
Me gusta mucho leer a Quetglas. Me encanta cuando un escritor me hace el gran favor de presuponer que soy una persona inteligente y me habla como a tal. Aunque diga cosas problemáticas. O a lo mejor por eso.