Revista Libros
Sin duda alguna la escritura es esfuerzo y empeño. En este oficio silencioso y solitario, el encuentro del escritor es consigo mismo. Es hallarse frente a frente con sus avatares, viéndose en un espejo imaginario que deviene en historias y lo que la memoria le tenga reservado como caldo de cultivo para sus letras. No puedo decir mejores cosas que las que ya están dichas en el prólogo que le hace el maestro Ednodio Quintero a Hotel de Gabriel Payares. Mi atrevimiento no llegaría a tanto. Pero sí puedo añadir, pues lo recuerdo claramente, que hace tres años Gabriel y yo conversamos sobre Cuando bajaron las aguas y le comentaba sobre lo mucho que me había gustado y lo bien que estaba escrito.
Unos años después leo Hotel y no es que solamente siento lo mismo, sino que evidentemente hay ya entre sus páginas, el claro perfil de alguien que escribe, alguien a quien se le siente el empeño por hacer literatura, tal como dice Ednodio, alguien “que está llegando a un punto de madurez”y que a mi juicio, tiene muy claro hacia donde va su trabajo creativo.
Llegando a la treintena de vida (meses más meses menos), Payares habla dentro del texto de hijos y divorcios; de desventuras y extravíos con la soltura y la experiencia —digamos— de alguien de cincuenta y es capaz de ver lo pueril que pueden llegar a ser los alumnos que aún están “en la llama estéril que caracteriza la veintena”. Etapa que apenas ha cruzado, pero que dentro de lo que nos compete, la literatura, ha ido sumando méritos con su trabajo para proyectarse más allá del común de los noveles escritores.
Hotel entonces seduce más allá de la solitaria palabra, ese inmueble efímero e impersonal por el cual todos hemos pasado alguna vez en la vida, y allí, desde adentro, desde cualquiera de sus siete habitaciones que son los siete relatos contenidos en el texto (más el lobby de Quintero), somos envueltos por una fuerza centrípeta narrativa que nos lleva a un punto inevitable que no te suelta, en donde nos encontramos con una voz clara y definida que relata desde su intimidad ficcional, sus pensamientos, temores y fracasos. Además, el narrador muta y se expande, dando cabida a la proyección de la propia voz de Payares, claramente identificable y que se cuestiona a sí mismo cuando dice: “¿No intenté yo mismo construirme un refugio en las historias que contar, en los inventos pulidos con el insomnio y tendidos en bandeja de papel?”
El truco de lo literario está muy bien servido en Hotel, que desde un principio, saca de la chistera el tema del desarraigo como estratagema e hilo conductor, en ocasiones agazapado tras la anécdota, y otras tantas, más a flor de piel. “Ninguna ciudad nos pertenece mientras no tengamos relatos que la compongan”, dice Payares, pero con Hotel se da una suerte de apropiación de cada uno de los entornos que relata y “nos” relata, bien como espectadores de sus páginas o como habitantes reales y caóticos de cualquier ciudad. Lo que nos falta ahora es leer alguna novela de su autoría. ¿Estará en proceso o será que ciertamente “todo lo sólido se desvanece en el aire”? Habrá que esperar, pero mientras el tiempo pasa, The Payares´s Hotel es una lectura ineludible de nuestras letras locales.