Revista Historia

Hoy, cuento: El Ajo

Por Ireneu @ireneuc

¡Qué hambre! Tenía delante de mi vista un hermoso plato de lentejas, con su choricito y su cabeza de ajo, que no se lo saltaba un galgo. Un plato bien calentito y reconfortante, genial para estos fríos días invernales, aunque con el pequeño inconveniente de las calorías que nadan a sus anchas en el plato y que son acérrimas enemigas de mis pantalones. Pero lo que realmente me pirra es la cabeza de ajos, aunque mi madre siempre me recriminaba que me la comiera por ser un autentico atentado a la pituitaria de quien tuviera delante. Pero aquel día, en el restaurante, no me pude resistir al encanto repetitivo de aquella deliciosa cabeza de ajos.

Había tenido bronca con los jefes, como siempre, y no consideré oportuno el reprimirme y castigarme a mí mismo: a quien le molestase, ya conocía aquel famoso dicho que hay con el agua y el ajo de protagonistas. El bocado me resultó auténticamente orgásmico. Acabé de comer y volví a la oficina, y es que los tragos duros con la barriga llena no son lo mismo.

Comprendí que algo no funcionaba demasiado bien cuando al atender la primera llamada de la tarde, no fui capaz de decir más que un sonoro y lánguido... "Ajoooo" en vez del breve y conciso "Àgil & Quick, Mensajería urgente 24 horas, dígame." introductorio de cada llamada.

Colgué el aparato de golpe al darme cuenta de que no podía articular palabras distintas a "ajo". Dijera lo que dijera, aún cambiando el tono, el ajo estaba siempre presente en mi boca. ¿Era eso lo que se decía de "repetir más que el ajo"? ¡Pues maldita la gracia!

Estaba asustado, ya que no me había pasado nunca antes y no sabía si se me pasaría o tendría que estar toda la vida con ese "ajo" en mi garganta. Además, en la oficina, más temprano que tarde tendría que cruzar alguna palabra con mis compañeros, y no era cuestión de agravar mi fama de lunático que ya de por sí pululaba por toda la sección. Apagué los aparatos y, en un descuido de mi jefe directo, abandoné la oficina; no era cuestión de dar demasiadas explicaciones dadas las circunstancias, hubiera resultado demasiado repetitivo.

Empecé a divagar por los rincones más solitarios de la ciudad, intentando en vano que mi vocabulario hablado aumentara a algo más del paupérrimo "ajo" que se había apoderado de mis cuerdas vocales. Por más fuerte que gritara, más fuerte salía el "ajo" y la impotencia por no poder dominar aquella palabreja, me hizo llorar un lloro de lo más raro... ¿sería por eso que las madres le dicen a sus hijos cuando lloran "ajo, ajo, mi niño"?

Ya era casi anochecido cuando al fin salió de mis labios una palabrota irrepetible en estos momentos, pero que significó la rotura de mi cautiverio "ajil". Una alegría inmensa me inundó y comencé a cantar a grito pelado, con mas fuerza que armonía, todo sea el decirlo; seguro que alguien, en aquellos momentos, prefería que hubiera seguido con el ajo.

La cara de estupefacción de un conocido mío cuando, en llegando a casa, lo saludé con un sonoro "ajo", me indicó que la digestión del pesado aditamento aún no se había completado, pero que sólo era cuestión de tiempo de que se pasasen los nocivos efectos de aquella cabeza de ajos maldita.

En el preciso momento en que yo entraba al portal de mi casa, una mujer joven corría desesperada por la calle gritando como una posesa "¡Pimiento! ¡Pimiento!"

Me acordé de los sabios consejos de mi madre.


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