Hoy cerré la puerta casi suspirando, pero esta vez no de alivio, sino porque por fin podía dar clase en uno de los grupos de 1º. Dar clase, así, sin eufemismos: explicar, presentar las beldades del arte griego, pararme tranquilamente a comentar un parrafito del libro, contestar preguntas -por primera vez tras tres meses, dudas con sentido y no comentarios a destiempo. Incluso permitirme una sonrisa.
Hasta este día era rechinar de dientes, respirar hondo, abrir la puerta, poner mi peor rostro, mirar duro, contar mentalmente los minutos que aún me faltaban para acabar la clase -recién apenas sonado el timbre del comienzo- y armarme de paciencia -que no tengo mucha, pero mi constancia la suple.
Y es que hoy no estaba el alumno que creaba histerismos generalizados y provocaciones amenazadoras -"hoy no voy a parar hasta sacarte de quicio, Negre", me dijo en más de una ocasión antes. Tal vez se cambió de centro, casi no lo sé. Batalló él por ser el más duro, el más llamativo, el constante centro de atención, el de las peores formas y menos ganas. No es el primer alumno que he tenido así -ni será el último, tal cual está el patio social-, pues uno hubo hace muchos años que en una clase intentó provocarme hasta la extenuación dando patadas a las paredes y a la puerta -"lección de estoicismo", llamé mentalmente a la clase aquella en ese mal día. Pobrecitos, dicen los padres: se aburren y suspenden porque son superdotados -la excusa paterna de moda durante un tiempo, hace cursos también.
Pero, mira, oiga, hoy no estuvo mal. A ver cuánto dura.