K. me dijo que la literatura entera es una reflexión sobre el tiempo. Que no hay autor que no lo haya incrustado, con mayor o menor vehemencia, en su obra. Discrepé sin entusiasmo. Uno escribe de lo que le rodea o de sí mismo. En ambas posibilidades todo está impregnado de tiempo. Si releo todo lo que he escrito es el tiempo quien acapara mis atenciones más intensas. La certeza de su paso lo ocupa todo. También otras certezas: la de su severidad, la de su supremacía. Tampoco sabemos nada de lo que aguarda cuando el tiempo concluye. Asombra la fugacidad. Siempre es fugaz su paso. Hay días que pasan en un soplo. Días que parecen rebajarse en tamaño, días que hacen creer que contravienen (a su capricho) las leyes de la naturaleza. Días que son uno y parecen muchos y también el reverso: jornadas repetidas que son siempre la misma tediosa y conocida jornada. Luego están los días que no acaban. Días que duran más de lo soportable. Días que se hacen eternos y que parecen contener varias vidas. Nunca se extrae una lección útil de estas evidencias.
Anoche, como una costumbre antigua, leyendo nuevamente hojas sueltas de Pessoa, en un rato entre la cena y la serie que vemos en casa, ahora una meramente de distracción, pensé en lo dura que fue la vida de este hombre. Por extensión, pensé en lo dura que es la vida en general, en los versos de Miguel Hernández y eso de que se pena mucho para acabar muriéndose uno, pensé en las escasas instrucciones con las que se nos instruye para que la recorramos y también en la fe y en su ausencia, en la felicidad de los que creen y en la felicidad de quienes no lo hacemos. Cada uno avanza según su voluntad. A todos nos une la misma oscura filiación: la del tiempo, la de esa incógnita de la que sabemos tan poco o de la que no sabemos nada y con la que batallamos y de la que nos valemos. Al final será verdad que en el fondo todos somos teólogos. Hacemos conversación sobre Dios y tenemos algo que decir y algo que rebatir de quien nos escucha y cuela, en nuestras aseveraciones, las ajustadas o desastradas suyas. Ejercemos el oficio sin obligaciones, un poco lúdicamente, como si hablar de las grandes preguntas (las de la filosofía, sí, ésa que desean apartar de los planes de estudio los lumbreras del ministerio) nos liberara de tener que sufrirlas por dentro. Cada uno avanza según su voluntad, pero el guión es el mismo, el autor de la trama es el mismo.