(de cuando el mundo nació, hoy no, ayer)
El grito desgarrador de la mujer del pelo en llamas rompe el silencio sin tregua de la noche eterna de la aldea dormida. La partera sujeta al bebé por los pies, y se lo muestra a las mujeres de la familia, que rodean el jergón en el que la madre está tumbada, como si de una suerte de altar profano se tratase. La vieja azota al recién llegado, y él se une al grito de la mujer del pelo en llamas.
El hombre de los ojos esmeralda, sentado junto al fuego del hogar, y acompañado del resto de hombres de la casa, escucha el llanto de vida del pequeño, y sonríe. La bruja que leía el porvenir en las cartas del tarot estaba en lo cierto, y al fin tras tantos años de sequía, el vientre de la mujer se ha vuelto fértil. El hombre de los ojos esmeralda levanta el vaso lleno del aguardiente destilado por ellos mismos, y agradece a unos dioses sin nombre su buena estrella.
Tras una espera eterna de mil lunas turnándose en un cielo siempre negro, despunta titubeante un nuevo sol. La vida se abre paso entre las tinieblas, bañando todo de luz, de agua, de plantas, de animales, de vida que esperaba en reposo, y ahora estalla.
Suenan tambores de fiesta.
(y todo esto, ahora)
El hombre de los ojos esmeralda, junto a otros hombres de ojos de cielo, de ojos de bosque, de ojos de luna nueva, camina incansable. Los días se han hecho semanas, meses, años, lustros, hasta que el tiempo ha dejado de tener sentido y ya no importa el cuándo, ni el donde, ni el por qué, solo avanzar.
La mujer del pelo en llamas, junto a otras mujeres de pelo de tierra, de pelo de luz, de pelo de noche oscura, espera inquebrantable. Recitan oraciones dirigidas a ningún dios, inventan nuevos idiomas para conjurar la suerte, crían pequeños guerreros que pueblen el mundo cuando éste permita un descanso.
La tierra se ha vuelto hostil, el sol y la luna y las estrellas otrora recién llegadas han tomado posesión del cielo, la vida ha perdido su cadencia lenta, inmutable, y las batallas se han turnado a un ritmo desenfrenado poniendo a prueba la cordura de todo el que habita el mundo.
Los hombres y las mujeres luchan, sufren, caen y se levantan, le toman el pulso a la vida, miran de frente a la muerte, descubren el miedo, las letras escritas, el frío devastador de los monstruos del alma, y el calor de los cuerpos desnudos.
El pasado se emborrona y el futuro se difumina. El presente arde fuego.
La vida exige pagar un precio enorme. Los hombres y mujeres no desfallecen.
Suenan tambores de guerra.
(de cómo será el mundo, mañana)
El viejo guerrero conoce todos los designios.
Una vez, hace ya tantas batallas que su memoria confunde guerras, tuvo el pelo tan ardiente y rojo como su madre, y los ojos tan verdes y brillantes como su padre, cuando el mundo era tan joven que aún las estrellas estaban naciendo, y sus manos eran tersas, blancas y suaves.
Vivir cien vidas, nacer y morir y renacer de nuevo en mil historias, luchar en miles de guerras antiguas, y en otras miles que vendrán y de las que él ya conoce el destino, le ha dotado de la tranquilidad que solo se reserva a quienes ya no buscan, porque hace tiempo que, al fin, entendieron.
Sonríe viendo a los pequeños guerreros, de ojos esmeralda y cielo y bosque y luna nueva, y las pequeñas guerreras, de pelo en llamas y de tierra y de luz y de noche oscura, imaginando sus caras de asombro cuando con el paso de las vidas lo comprendan todo.
Que somos nuestros propios monstruos. Que pertenecemos a la tierra. Que el mundo gira y no importa cuanto quieras luchar. Que la vida continúa, imperturbable. Que lo que tenga que venir, vendrá.
Suenan tambores de paz.
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