Foto de Niklaus Hunziker
Cual Caperucita Roja urbana, mi nieto me trajo los panqués que hace su madre en un recipiente de plástico para que me los llevara como refrigerio a mi recorrido a Xico para personas de la tercera edad. Después de guardarlos en mi gran bolso de mimbre, aún tibios, me puse la pamela a rayas color malva que me había regalado mi esposo Armando, y un poco de labial de un tono similar, lo único que me faltaba para estar lista.
Este tour era perfecto para mí, pues tenía un trabajo que hacer en Xico, y el precio del viaje era menor que simplemente comprar el boleto redondo, al considerar que incluía hospedaje y comidas. Encima, me convenía para mi encargo y, por supuesto, hace tiempo que soy una señora de la tercera edad.
Me tocó sentarme en el autobús junto a una mujer que durmió durante todo el camino, incluso en los caminos abruptos, donde su cabeza se azotaba con violencia como un péndulo a la deriva. Me pareció fantástico que no se despertara con nada. No obstante, la vida nunca es tan generosa, y en los dos asientos del otro lado del pasillo se apoltronaron un par de urracas que no dejaban de parlotear sobre exactamente los temas que menos me interesan, y tirar migajas de sus galletitas en un radio amplio. Desgraciadamente, en algún punto decidieron incluirme en su conversación, a pesar de que hundí la nariz en mi revista científica y me esforcé en no hacer contacto visual bajo ninguna circunstancia. En aquel momento hablaban de la terrible sensación en el siglo XXI de no poder salir a la calle sin el miedo a que apareciera un asaltante asesino en cualquier esquina. Creo que fue mi culpa de todas formas que me abordaran, porque debieron notar que esbocé una leve sonrisa al escucharlas.
—Ay, Dios mío, sales al supermercado y ves a estos muchachos mugrosos y horribles, con esos tatuajes que… Cristo resucitado, y no sabes si cruzarte la calle o mejor hacer como que no los viste…
—¿Y los padres? ¿Dónde están los padres?
—Tú nos entiendes, ¿verdad, querida? Luego, luego se ve que eres una señora distinguida. El otro día a Perenganita Gámez le arrancaron la bolsa y como se resistió le encajaron…
Lo único que hice fue asentir y sonreírle, y, mientras terminó de contar con más morbo que horror su historia sangrienta, fingí que le ponía atención, mientras me decía “vaya par de cretinas”, o algo similar.
Siguieron el resto del camino inundando el ambiente, de otro modo agradable y plácido, de sonidos agudos destemplados, y yo pensaba que podría sacar el arma que disimulé con el contenedor de los panqués y robarles hasta los calzones a todos, bajar con el botín, despacio, porque me dolía la cadera donde me pusieron el clavo, y luego provocar un lamentable accidente para no dejar testigos, parecido al primero que provocamos Armando y yo en el golpe del ’65 con una bomba casera, mismo año en que nos casamos. También podría robarles en el hotel sin que lo notaran, y cortar los frenos para su fatal regreso, o simplemente darles una buena lección a aquellas dos, que juzgaban a los demás por su aspecto. Hubiera podido, y sin mayor esfuerzo, escabecharme a todos esos abuelitos y al chofer con provecho y sin dejar huellas, cosa que consideré seriamente por varios minutos, pero no. Mi trabajo era llegar a Xico y volar en mil pedazos la casa de vacaciones de un empresario con toda su familia y colaboradores dentro, y luego integrarme al recorrido para conocer las cascadas, que dice mi hijo mayor que son muy bonitas. Me gusta apegarme al plan original.