Todo marcha de maravillas, te levantas cada día y haces tu rutina sin mayores sobresaltos, incluso a veces tanta tranquilidad se convierte en monotonía, hasta te quejas de tonterías, pero de pronto, todo cambia, esa paz, esa seguridad y estabilidad de la que gozas la pierdes en un par de horas.
Miras en la tv que algo anormal está sucediendo en Santiago, a varios kilómetros de donde estás, pero inmediatamente presientes que eso se desbordara y te alcanzará.
Lo primero que sientes es que estas perdiendo tu libertad, no la libertad de expresarte, sino la de proyectarte, porque el desconcierto se apodera de ti.
Intentas guardar la calma y esperas que todo se normalice, pero en tu interior sabes que no es simple, pero mantienes la esperanza,pero cada día que pasa todo va peor.
Se apodera de ti la impotencia de no poder frenar la locura de quienes parecieran potros y yeguas desbocados por las calles.
Esperas que aquel que está en el poder tenga la capacidad de hacer un alto, lo intenta, pero inmediatamente es amenazado e increpado, como si se tratara de cualquier fulano sin rango alguno, además es acusado de tirano, entonces furiosos y raudos aparecen los defensores de derechos humanos, esos que brillan por su ausencia cuando realmente se necesitan, poniendo frenos a las medidas de seguridad instauradas.
Es cuando todo comienza a desmoronarse, porque a aquel mandatario le atan los brazos, impidiendo que tome al toro por las astas de una vez.
Aún cuando esa atadura es mero compromiso político y es cuando te das cuenta que a los políticos solo les preocupa su persona.
Poco falta para una revolución aquí, a pesar de que la mayoría de la población está en contra de esto, pero les falta coraje, coraje para enfrentar al desalmado y es comprensible, no está en la esencia de la gente decente ir por la vida lanzando piedras.
Pronto todos aquellos que imitaron el actuar de la chiquillería incontrolable a la que incluso alzaron a la categoría de héroes y se colgaron de ellos para salir a marchar por mejoras de todo tipo, se sentirán tan arrepentidos y desearan nunca haberlo hecho, recordarán con nostalgia aquellos rutinarios días que alguna vez tuvimos, porque no existe peor desigualdad social que la brecha que separa a los delincuentes con las personas decentes.