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Me niego a pensar que la humanidad está muerta, que ya no quedan gestos humanos ni actitudes heroicas. No pienso caer en las redes de lo que dicen los periódicos y políticos, ni hacer caso a los estudios y estadísticas sobre la pérdida de valores en la sociedad actual. Me resisto a dejarme llevar por el pesimismo y la falta de esperanza al ver los telediarios; el mundo no es de color de rosa pero tiene un brillo especial, y éste se lo damos las personas.
Una serie de acontecimientos durante este mes han fortalecido la confianza que tengo en cada ser humano. Reconozco que no estamos para tirar cohetes ni saltar de alegría al ver todo el odio transformado en ejecuciones, guerras, agresiones y maltratos por todo el orbe, pero esas personas que depositan ese odio son las mismas personas capaces de cambiar la situación y convertir el odio en respeto, en amor. Hace poco vi una viñeta sencilla e ilustrativa de lo que sería ese cambio. Decía “¿Y si cambiamos la frase y decimos: del odio al amor no hay más que un paso?“.
Seguro que todos podemos mirar a nuestro alrededor y dar un voto de confianza al mundo, no creo que nadie no haya experimentado algún gesto humano en su vida. Lo único que pasa es que nos empeñamos en cerrarnos en nuestro mundo virtual y desconfiamos del primero que se nos cruza por el camino. Si somos los primeros en esconder nuestra cara, en hacernos invisibles y no ser cercarnos a los demás, ¿cómo va a cambiar esta situación llena de miedos y falta de caridad? No echemos la culpa a la sociedad, cada uno formamos parte de ella y mucho dicen, hacen e influyen nuestros actos, palabras y gestos en ella.
Pero yo quería detenerme en esa humanidad viva que se ha manifestado más que nunca en este mes de septiembre. Lo ha hecho desde diferentes puntos geográficos y a través de personas de todas las razas, culturas y procedencias. Cuando realizaba el Camino de Santiago a principios de mes por tierras gallegas, en aquella caminata intuí lo que más tarde iba a vivir: el espíritu del Camino que todos los peregrinos embeben desde el primer minuto. Personas que comparten hasta lo incompartible. Personas que te acompañan en cada paso como si lo hubieran hecho antes. Personas que te tienden una mano a pesar de no ser del mismo color. El Camino me hizo entender que no importa si vas solo y no sabes dónde te encuentras y hacia dónde te diriges, pues siempre encontrarás personas con las que caminar y llegar a la meta por el camino que más convenga en ese momento.
Más adelante fui a Madrid, semana y media, para participar en un gran evento.Tuve que quedarme a vivir en dos casas diferentes con dos situaciones bien dispares. Viví con una persona y con una familia numerosa (numerosísima). Es maravilloso el encuentro con personas que no conoces. Entrar en una casa ajena siempre supone un cierto respeto e incluso intriga por saber qué se va a encontrar uno. ¡Bienvenida y confort! Es increíble, pero es así. Cuando se lleva experimentando esta actitud abierta al encuentro ya no se tiene miedo a nada ni se duda de volver a vivir todo aquello de nuevo. Sin esperar nada todo vino sin otra explicación que la de hacer amable la estancia del visitante. Una vez dentro de esas casas se devino un torrente de gestos, conversaciones y acciones que dejan a uno con una gran deuda de caridad (entiéndase esto a querer pagar con la misma moneda). El poder haber convivido con todas aquellas personas (niños, jóvenes y adultos) me afianzó la idea de que sí que se puede vivir en armonía y bienestar con personas con las que no se ha elegido estar. Personas que acogen sin importar llegar al número 11 en casa (contando además las visitas del abuelo, los tíos…).
En Madrid se celebraba la Beatificación de un sacerdote llamado Álvaro del Portillo (primer Prelado del Opus Dei) y allí encaminé mis pasos, hace apenas diez días, para ayudar en los recorridos por los puntos históricos (iglesias, edificios, hospitales) en los que él y el Opus Dei tuvieron relación y dejaron su huella. Miles y miles de personas de todas partes del mundo se dieron cita en la capital española. Fue bonito ver esa convergencia de culturas y colores cada día. Una vez más pude comprobar en actos de este tipo la capacidad de sacrificio, llevados con alegría, para sacar todo adelante con una sonrisa y buenos modales; además de recibir un tanto de lo mismo por la otra parte: esas miles y miles de personas de todos los idiomas. Personas que venían a empaparse de historia, a escuchar con la ilusión de un niño, a compartir una alegría. Todas y cada una de esas personas me enseñaron a valorar el esfuerzo que supone conseguir algo (imaginad ver personas venidas desde América, Asia y Oceanía a Madrid…) y no recalar en el coste económico, anímico y físico sino en la oportunidad única y experiencia de vida que se tiene ante nuestros ojos.
Sí, la humanidad está viva y es muy difícil hacer que muera porque todavía quedan personas que se empeñan en vivir y revivir a los demás.