La llegada a Stone Town supuso un brusco cambio de sensación; pasamos del calor seco del norte tanzano a la humedad chorreante que te envuelve y te atrapa en la isla de Zanzibar (y te seduce, como diría Javier Reverte). Aquí no nos podíamos mover, a los dos pasos ya estábamos empapados, pero hicimos el esfuerzo y paseamos, paseamos y nos dejamos seducir por las calles de esta ciudad laberíntica. Sorprendente mezcla de cultura negra y musulmana, que hacen del lugar, un punto mágico e interesante para cualquier persona a la que le atraigan mínimamente las culturas foráneas.
El sentimiento de estar en mitad de Marrakech, rodeado de negros, y con casas en ruinas al más puro estilo Ilha de Mozambique, te deja verdaderamente chocado. Una experiencia curiosa. Las famosas puertas de esta ciudad, junto con las paredes, suelos y cualquier esquina, están pintados, partidos, echados a perder y deteriorados, pero tienen ese punto decadente que tanto nos gusta. Aquí ya se notaba que nos habíamos acercado a la costa; la gente es más tranquila, los servicios de los restaurantes bastante peores y el despiste generalizado solo se puede achacar a la... ¿humedad?. Primer indicador de mi llegada al final del viaje: la gente se parecía más a mis amigos de Mozambique que a los tanzanos o zambianos a los que me había acostumbrado en esta ruta.
Disfrutamos de unas puestas de sol espectaculares, de unas bonitas cenas familiares y gozamos caminando y perdiéndonos entre mercados abarrotados.
Antigua sala donde encerraban a los esclavos
Finalmente, y aprovechando los dos últimos días de viaje, nos fuimos al norte de la isla; a Nunwgi, donde pudimos disfrutar de las bonitas playas del Océano Índico y relajarnos tomando mil cervezas. Rememoramos todo el viaje, vimos las fotos todos juntos, y nos despedimos con pena y con ganas de vernos otra vez en algún otro punto del planeta. Esperemos que pueda cumplirse próximamente...
Gracias Madre, gracias Padre, gracias Hermano.