Siempre renegué de esta ciudad, de sus omnipresente bandera y de su patriotismo, de la superioridad que atribuía a su manera de tratar al resto del universo.
Es cierto que son los amos del mundo (hasta que China le arrebate el primer puesto en el podio) y por ello, puede que se sientan y actúen como tal.
Pero en las distancias cortas los neoyorquinos me han conquistado.
La amabilidad y cortesía de la gran mayoría de las personas con las que me he cruzado estos días me han ganado, has derribado mis prejuicios con sonrisas.
Me quedo con eso y con mucho más.
Porque Nueva York es la ciudad en la que todo es a lo grande: sus rascacielos, sus hamburguesas, sus continuas sirenas, su humo, sus ríos de gente y taxis amarillos, su caos…
Una mezcla que se suma al imaginario colectivo que a lo largo de los años la televisión y el cine han ido construyendo.
Por eso es tan fácil sentirse cómodo en la locura de esta ciudad y que sus huellas no se borren de tu recuerdo con facilidad.