Revista Cine

I'm still standing

Por Ninyovampiro @ninyovampiro
I'm still standing
Debo admitir que, metido como estoy en las 700 páginas de vellón, y en ruso, de El primer círculo, de Solzhenitsyn, mi ritmo lector se ha ralentizado hasta poner en peligro mi querido blog. Creo que empecé la gran obra del ruso hace más de cinco semanas, y me dice el kindle que no llevo leído más que el 37%. Así que, con el fin quitar un poco de óxido al blog y mantener sus constantes vitales, qué mejor que publicar un resumen de algunas otras lecturas, de ésas de siempre, de las que no secuestran nuestra capacidad lectora durante tres meses.
I'm still standing
El hombre inquieto, de Henning Mankell.
El thriller nórdico habitual de principios de año. Éste es el último en la serie de Kurt Wallander, y no fue demasiado bien recibido por la crítica. Decían algunos que quedan demasiados hilos sueltos al final, que se advierte cierta pereza o cansancio en la escritura de Mankell, y que hay demasiadas coincidencias muy convenientes para la solución del caso y que son demasiado poco creíbles. Esos tres reproches, de hecho, están muy relacionados, y no sé hasta qué punto están justificados. Quizá sea cierto que el autor quería acabar ya con su icónico personaje, y que deja algo de lado la escrupulosa atención al detalle y a la estructura de la novela que le pedimos a un buen thriller. Mankell desvía el foco hacia el declive de Wallander, y a los amantes del thriller eso les parece imperdonable. Quizá sea por eso que a mí, sin llegar a entusiasmarme, sí me gustó, si bien creo que el final del detective, el verdadero final, el definitivo, merecía más páginas que las que le dedica el autor.
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The girl on the train, de Paula Hawkins
Otro thriller de lectura compulsiva, que se lee en una o dos tardes, y se olvida todavía más rápido. Una historia que engancha, sí, como se engancha la manga de la chaqueta con el pomo de la puerta, o un chicle a la suela del zapato. Hay autores, y sobre todo, hay miles de lectores que consideran el susodicho enganche una gran virtud, ya sabéis, ese famoso "me atrapó desde la primera línea", lo cual explica el éxito de aquel no sé qué Da Vinci. A mí, qué queréis que os diga, cada día me gustan más los libros que te aburren desde la primera línea.
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Sweet caress, de William Boyd
Esto ya es otra cosa. William Boyd vuelve a uno de sus argumentos favoritos, el de contarnos la historia del siglo XX a través de la vida de una persona. Lo hizo en Las nuevas confesiones, que no he leído; lo repitió en Any human heart, que no dejó de irritarme hasta que lo abandoné, y lo ha vuelto a hacer en este Sweet caress, traducido al castellano de manera correcta y pusilánime como Suave caricia. Estamos ante una novela excelente, en la que Boyd consigue lo que, a mi juicio, no conseguía en Any human heart: crear un personaje creíble cuyas andanzas, desventuras y vicisitudes nos interesen. El lector no tiene por qué encariñarse con el personaje, pero sí hay que pedirle a éste que, por lo menos, no nos toque las narices. Y con Amory Clay, la protagonista de esta historia, Boyd da en el clavo.
A través de los ojos y, sobre todo, de la cámara de Amory, nacida en 1908 en una familia aristocrática venida a menos, vemos desde el nacimiento del nazismo en el decadente Berlín de los años 20 hasta la guerra de Vietnam, pasando por el movimiento fascista en Londres o la Segunda Guerra Mundial. Entre la narración de los hechos por la propia Amory tenemos extractos de su diario de 1977, cuando, alejada del mundo en el que siempre ha vivido, la ciudad, los aeropuertos, el peligro, y apenas un puñado de hombres, pasa sus últimos días en una modesta casita de una isla del norte de Escocia.
Pero Sweet caress tiene algo que la hace especialmente atractiva para los mataos como yo que tenemos ínfulas literarias. ¿No os habéis pasado alguna vez por un mercado de artículos de segunda mano y os habéis parado a mirar los puestos de fotos antiguas? Se trata de fotos hoy absolutamente anónimas, adquiridas por vaciapisos tras el fallecimiento del propietario de un inmueble. ¿Verdad que es imposible, al verlas, no preguntarse por la vida de esas personas, por su historia, su descendencia, si estarán vivos todavía y decirse hay que ver, tanta felicidad, tanta ilusión (son fotos familiares, no hay momentos tristes) para luego acabar en un mercado polvoriento, a diez fotos por un euro? Pues lo que hizo Boyd fue adquirir a lo largo de los años ese tipo de fotos, y construir con ellas su historia. No las compró al azar, una idea quizá aún más atractiva, sino que, con la historia ya construida en su cabeza, sabía muy bien lo que estaba buscando. Y con esta novela, lo borda.
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La casa dorada de Samarcanda, de Hugo Pratt
Quiso la casualidad que leyera esta maravilla justo después de terminar Setting the east ablaze, de Peter Hopkirk. No debía sorprenderme, dado el asiático título, pero aún así, tras haber pasado tantas horas leyendo sobre Enver Pachá (cuya legendaria muerte Pratt nos presenta "en directo"), el ejército bolchevique o el emirato de Bujara, entre tantos otros, volver a encontrarme esos escenarios en las gloriosas viñetas de Pratt provoca algo parecido a la emoción. Más aún cuando Corto nos habla de Alamut, del cual ya hablamos por aquí, o de los adoradores del diablo, que tan bien nos describía aquí Kurban Said, o de Kipling y su Gran Juego, que nos remite de nuevo a Hopkirk; cada página de este libro consigue eso tan difícil en la literatura como es conseguir que un viejo amigo nos abra una nueva puerta.
Este es un Corto en el que, a diferencia de La balada del mar salado, Pratt se introduce en el subconsciente de su héroe. Nos presenta sus sueños y sus alucinaciones, y con ello consigue que veamos en la sorprendente introducción de su doble algo mucho más profundo que un mero truco para crear confusión entre sus enemigos. Gran Juego, aventuras a porrillo, psicología y una auténtica gozada de lectura.
En fin. Se acabó lo poquito que se daba. Si el señor Solzhenitsyn me lo permite, espero recuperar pronto mi ritmo publicador. Dura vida la del bloguero amateur.


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