No había visto nunca una película en la que cada plano fuera una auténtica maravilla (bueno, que no nos oiga Wes Anderson). Ver Ida es como acudir a una exposición de fotografía, de ésas con fotos tan bonitas que le puedes dedicar toda una tarde. Pero lo más sorprendente de la película es que no se pierde en la contemplación, no le da a ninguno de sus planos ni un segundo más del necesario. Contrasta la elegancia de cada composición de cuadro con el ritmo sin tregua marcado a través de su montaje. Si con 80 minutos puede contar una historia tan bien ¿por qué perder más tiempo? Y claro, todo esto no sería nada sin sus dos espléndidas protagonistas, que crean otro contraste más, como el blanco y negro de sus planos.
Lo mejor: que una road movie pueda ser tan preciosa y triste a la vez.
Lo peor: Polonia, blanco y negro… costará convencer a algunos para que la vean.