España es hoy una realidad monárquica con virtual idealidad republicana. Esto no significa que esté frustrada de idealismo ni que haya arraigado ya algún ideal de vida pública. Pero sí implica que los españoles viven una realidad política sin moral pública, en un Régimen de ningún modo ideal, con unos partidos ideólogos del Estado, y que la única idealidad posible es la republicana.
Nadie justifica la Monarquía de Juan Carlos por la idealidad que no representaba, ni por la titularidad dinástica de la que carecía, sino exclusivamente por su legalidad de origen en la Dictadura que la instauró, y por su utilidad de manejo inmediato para el tránsito de la excepcionalidad española a la normalidad europea.
Una utilidad gubernamental que, sin serlo también para España, fue dictada por el Estado autoritario sin dejar que lo debatiera la sociedad. Una excepcionalidad que no era la del viejo dictador que moría, sino la del imaginario miedo social que, promovido desde el poder político, le supervivía. Una normalidad europea que se impuso aquí con mentiras mediáticas, deslealtad general, elecciones no representativas de los votantes y una Constitución de reparto del Estado entre partidos de cúpula ideoática de poder.
La normalidad de la dictadura aniquiló el idealismo en dos generaciones culturales, pero no pudo apagar el ideal republicano superviviente en la ilegalidad y el exilio. Y la normalidad de la Monarquía no ha logrado que, dos generaciones después, sea tolerable el abismo mental -ético y cultural- que separa la noble idealidad republicana de la innoble realidad monárquica.
Pero la crisis de la Monarquía no la produce el ideal republicano de unos partidos y sindicatos que se creen de izquierdas, pese a estar subvencionados por el Estado monárquico, vivir en él, y de él, como profesionales del poder sin tentaciones de transformar sus ideales en idearios, y amurallar ideológicamente la ciudadela monárquica de la corrupción, contra el acecho moral de la verdad y de la modernidad política de una objetiva idealidad republicana.
La diferencia entre el objetivo o la meta de los ideales, siempre inalcanzables -como el ideal de Justicia social-, y la efectiva posibilidad de realizar la objetiva idealidad de una vida pública superior, como la procurada por la libertad política, explica que la idealidad no sea la característica común de los ideales. La Academia de la Lengua se ha contentado con la acepción puramente semántica de la palabra idealidad, como si ésta fuera la connotación de todos los ideales subjetivos.
La idealidad tiene la existencia propia de los objetos o fenómenos intencionales. Es decir, no solo es existente como concepto, sino también como entidad ontológica. Mientras que los ideales no tienen otro modo de ser que el de la subsistencia de los objetivos o propósitos, vinculada a la existencia de los sujetos que los sostienen. Entre el existir y el subsistir está la diferencia que distancia la idealidad de la República Constitucional de los ideales federativos y partitocráticos de los sueños republicanos.
El ideal de la República subsiste, en el sentimiento sin conciencia de los partidos republicanos, como opio tranquilizador de su cínica actuación legitimadora de la Monarquía. Ese ideal tiene la consistencia de los sentimientos de nostalgia, y la entidad de las ilusiones oníricas de los espíritus decadentes, alimentadas con la triste esperanza de los amores imposibles de la senilidad.
Las Restauraciones son operaciones tan quiméricas como las de retornar el tiempo físico. En sus “Memorias de Ultratumba”, Chateaubriand expresó la causa. Aunque las fracasadas formas del Estado se repitieran en tiempos nuevos, serían deformadas por la vigencia de las ideas que desplazaron las antiguas a las cunetas de la vía pública y a los libros de historia. La repetición de la República federal no sería una restauración de la primera, del mismo modo que el regreso a la República Parlamentaria no sería pura restauración de la II. Ambas hipótesis realizarían la instauración de una República de Partidos estatales, cuyo modelo surgió de la estrategia estadounidense para la contención del comunismo mediante la guerra fría. Y para ese viaje de lo mismo a lo mismo no se necesitan alforjas republicanas.
El propósito de los partidos republicanos que, con su socrático respeto a la legalidad, legitiman la Monarquía, no es de carácter reaccionario, sino claramente conservador de las posiciones adquiridas en el Estado monárquico. Si por causas ajenas a ellos la Monarquía se derrumbara, utilizarían el escenario estatal que ocupan para sostener, como Torcuato Fernández Miranda ante la muerte de Franco, que el paso de la legalidad monárquica a la republicana se haría, institucionalmente, mediante la sencilla operación de elegir en el Congreso, por consenso, al Presidente de la República que reemplazaría al Rey en las funciones de la Jefatura del Estado de Partidos.
De este modo se repetiría el mismo fraude que el de la Transición. Y la propaganda mediática lanzaría a los cuatro vientos la proeza de haber cambiado, sin violencia y por dos veces, la forma del Estado. El milagro español se confirmaría: de la Dictadura a la República, pasando por la Monarquía, ¡sin salirse de la legalidad!
La verosimilitud de esta previsión hace de los partidos estatales no solo materia resistente al espíritu de la verdad, sino materiales adversarios de la idealidad republicana. Nada ha sido más pernicioso para la salud pública de la sociedad gobernada, y menos propicio a la inteligencia social de la política, que la elevación de los partidos y sindicatos a la categoría de órganos del Estado. ¡Como si metiéndolos en su paraíso estatal dejaran de tener la naturaleza del partido único totalitario!
El escollo que ha de superar la sociedad para realizar la idealidad republicana, mediante la democracia en la forma de gobierno y la República Constitucional en la forma de Estado, no está tanto en la artificial e inútil Monarquía de Juan Carlos, o en la oligarquía financiera habituada a prosperar con la demagogia igualitaria de los gobiernos monárquicos, como en la indecorosa Partitocracia que se apoderó del Estado dictatorial, para continuar la dominación de la sociedad civil, en nombre de la libertad, mediante un poder sin control más corrompido y corruptor, por la generalización de sus efectos sociales, que el de la dictadura de Franco, de la que es su fiel albacea.
La historia de la idealidad política comenzó en la comedia griega, cuando Aristófanes hizo reír confrontando la idealidad dionisíaca con la realidad de la democracia ateniense. Esa idealidad divina, que alcanzó su apoteosis monárquica con Bossuet, reapareció en la lógica panteísta de Hegel, al afirmar que “la necesidad en la idealidad es el desenvolvimiento de la Idea dentro de sí misma como substancialidad subjetiva”. La critica de Marx a este oscuro parágrafo motivó la creación, en una cárcel de Venezuela (Pío Tamayo, 1928), de una Escuela de “idealidad avanzada del comunismo”, de donde proviene la expresión “democracia avanzada”, que la insustancial izquierda española aplica a la anacrónica Constitución monárquica de 1978.
Tuve que investigar en la filosofia de las significaciones (aunque el último Wittgenstein dijo que no se debía preguntar por ellas, sino por su uso), para llegar a una noción genuina y realista de la idealidad objetiva en la política, frente a la subjetividad de los ideales republicanos, que son meros ideomas orteguianos.
Si el fundamento último de la teoría-acción de la República Constitucional es la relación verdad=libertad, la idealidad republicana no puede estar fuera de la realidad, puesto que ella es precisamente la verdad de la realidad política de la libertad. La idealidad tiene así, en el pensamiento, los caracteres que tiene lo ideado en la esfera de la realidad. La armonía se produce en la concordancia o conveniencia de la idea con lo ideado (“idea vera debet cum suo ideato convenire”, Spinoza, Ética, I. axioma vi).