En tiempos de Franco muchos españoles que vivían en países democráticos se avergonzaban de su origen porque la mayoría de sus compatriotas aclamaba al dictador.
Más por admiración que por miedo: el régimen les inyectaba la idea de que aquel militar encumbrado por la guerra civil que inició era el salvador y bondadoso padre de la patria.
Ese es el pecado original de los españoles contemporáneos: haber mantenido durante cuatro décadas como líder a un golpista cuyo orgullo patriótico contaminó la idea de España como patria digna de unos ciudadanos de cualquier ideología y forma de vida.
En algunas regiones, como Cataluña y el País Vasco, se ha pretende ahora identificar la multicentenaria idea de España con la de Franco para reforzar así sentimientos separatistas; y quizás se ha conseguido.
Para cambiar esta percepción el ministro de Educación, José Ignacio Wert, ha dicho que quería españolizar a los niños de Cataluña, educados contra España, para que se sintieran tan orgullosos de ser españoles como catalanes.
Siendo sociólogo, Wert sabe que las colectividades se crean sumando distintas identidades: familiar, local, laboral, ideológica, religiosa, cultural, incluso cosmopolita.
Son parte de distintas tribus cuya combinación transversal, en diferentes medidas, da individuos únicos.
Pero en la eclosión de independentistas hay elementos sentimentales que superan la dosis tribal recomendable, el primero la lengua, que domina al individuo como la heroína al drogadicto.
Súmense lengua y cuatro tópicos seudopatrióticos y salen clones independentistas, seres incompletos al carecer de identidad múltiple, polivalente y libre.
En situaciones extremas podrían convertirse en las identidades asesinas descritas por Amin Maalouf: la nazi, la islamista, la terrorista.
Los fanáticos nacionalistas que se autocultivan afanosamente en Cataluña podrían finalizar así: el culto obsesivo a una sola tribu genera manías persecutorias que terminan agrediendo.
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